TRIBUNAL FISCAL DE LA NACIÓN
Acordada 2/2025
ACORA-2025-2-APN-TFN#MEC
Ciudad de Buenos Aires, 03/11/2025
En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, a los 29 días del mes de octubre
de dos mil veinticinco, siendo las diez horas, se reúnen los Vocales
miembros del TRIBUNAL FISCAL DE LA NACIÓN, Miguel Nathan LICHT, Armando
MAGALLON, Laura Amalia GUZMAN, José Luis PEREZ, Pablo Alejandro
PORPORATTO, Viviana MARMILLON, Claudio Esteban LUIS, Edith Viviana
GOMEZ, Agustina O’DONNELL, Daniel Alejandro MARTÍN, Héctor Hugo JUAREZ,
Pablo Adrián GARBARINO y Claudia Beatriz SARQUIS, con motivo de la
convocatoria a Plenario dispuesta mediante la
RESOL-2025-111-APN-TFN#MEC y cuyo temario único consiste en la
“Determinación del régimen aplicable a la rotación anual de los Vocales
Contadores, en atención a la actual composición funcional del Cuerpo”.
Abierto el acto, el Dr. LICHT señaló que, a fin de definir el quórum,
correspondía tener en cuenta que el Sr. Vocal Juan Manuel SORIA se
encontraba ausente. Asimismo, indicó que el Vocal Christian Marcelo
GONZÁLEZ PALAZZO se hallaba demorado, previéndose su arribo para las
10:16 horas aproximadamente, y que el Vocal Horacio Joaquín SEGURA se
encontraba en igual situación, estimándose su llegada a las 11 horas.
Dicho esto, el Sr. Presidente propuso postergar el comienzo del
Plenario hasta que se sumaran al Cuerpo los Sres. Vocales GONZÁLEZ
PALAZZO y SEGURA, consulta que fue sometida a la consideración de los
Vocales presentes. Luego de un breve intercambio, la propuesta no fue
acompañada por los Vocales presentes quienes resolvieron iniciar el
Acuerdo y que los Dres. mencionados se fueran incorporando a medida que
arribaran, razón por la cual se dio inicio al Pleno sin la presencia de
los Sres. Vocales citados al inicio de este párrafo.
Siguiendo con el esquema propuesto por el Sr. Presidente, se transcribe
a continuación el voto que los Sres. Vocales Armando MAGALLON, Laura
Amalia GUZMAN, José Luis PEREZ, Pablo Alejandro PORPORATTO, Viviana
MARMILLON, Claudio Esteban LUIS, Edith Viviana GOMEZ, Agustina
O’DONNELL y Daniel Alejandro MARTÍN, remitieron por escrito a la
Secretaría General de Asuntos Jurisdiccionales, el cual fue puesto en
conocimiento de la totalidad de los Sres. Vocales de este Tribunal
Fiscal de la Nación mediante NO-2025-119127640-APN-SGAJ#TFN, con fecha
27 de octubre del corriente. El texto del aludido voto reza:
“En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, a los 29 días del mes de
octubre de 2025, siendo las 10 horas, se reúnen los Vocales del
Tribunal Fiscal de la Nación, cuyas firmas obran al pie de la presente,
a efectos de considerar nuevamente la particular situación de las
Vocalías 3º y 9º que siguen vacantes a la fecha. La totalidad de los
Vocales integrantes de la competencia impositiva: abogadas Laura
Guzman, Viviana Marmillon, Edith Gomez, Agustina O’Donnell; abogados
Armando Magallon, José Luis Pérez, Claudio Luis y contadores públicos
Daniel Martín y Pablo Porporato dijeron: Que previo a expedirnos sobre
el motivo de la convocatoria al presente Plenario nos vemos en la
necesidad de señalar que la Secretaría de Asuntos Jurisdiccionales, en
oportunidad de dar tratamiento a la nota elevada por la Presidencia, ha
dado incorrecta intervención al Servicio Jurídico de este Tribunal
(vid. NO2025-113648401-APN-SGAI#TFN). En efecto, al tratarse de un acto
estrictamente jurisdiccional no deben tener injerencia las Direcciones
que sólo tienen competencia en temas administrativos (cfr. Art. 151 de
la ley N° 11.683 –t.o. en 1998 y sus modificaciones-). En relación al
tema de la convocatoria, teniendo en cuenta que la alternancia anual
prevista en el art. 5° del Reglamento tiene como finalidad una adecuada
y equitativa distribución de la carga laboral, y que en el caso de las
vocalías de la 3° y 9° nominación dicha carga se encuentra repartida de
la única forma posible en cabeza de sus subrogantes naturales, toda vez
que los únicos dos vocales con la incumbencia profesional necesaria ya
se encuentran cubriendo las 4 vocalías correspondientes a los
contadores; el instituto del reemplazo anual previsto en la norma
citada resulta inoficioso, ya que un intercambio de los mismos vocales
-mientras persistan estas circunstancias fácticas- no sólo no reduciría
la carga laboral de los vocales actuantes, sino que además, implicaría
una afectación negativa del normal desenvolvimiento de la actividad
jurisdiccional del tribunal. Esta postura ya aplicada recoge el
criterio adoptado oportunamente en la Acordada 2420/2013 de este
tribunal ante una situación similar.
Por ello, consideramos que deben continuar las subrogancias de los
vocales contadores como hasta el momento, sin que resulte pertinente
rotación alguna”.
A continuación, se hace lo propio con el voto que los Sres. Vocales
Miguel Nathan LICHT, Pablo Adrián GARBARINO y Claudia Beatriz SARQUIS
remitieron por escrito a la aludida Secretaría General. Con fecha 27 de
octubre del corriente, dicho proyecto de voto fue circulado a la
totalidad de los Sres. Vocales de este Tribunal Fiscal de la Nación
mediante NO-2025-119240781-APN-SGAJ#TFN. Seguidamente, se incluye la
versión textual del proyecto de voto:
“VISTOS:
La situación de las subrogancias ejercidas por los Contadores Dres.
Pablo Porporatto y Daniel Martín en las vocalías de la 3ª y 9ª
Nominación, respectivamente, y
CONSIDERANDO:
I. Que dichas subrogancias han superado el plazo de un año previsto en
el artículo 5 del Reglamento del Tribunal Fiscal de la Nación, sin
haberse dictado el acto formal de renovación correspondiente al
vencimiento operado el 25 de septiembre de 2024.
II. Que sin embargo se verifica una vocación unánime de los vocales impositivos de mantener la actual integración de las salas.
III. Que, en tales condiciones, y aun cuando durante el período en que
la situación subsistió no se formularan objeciones, corresponde
regularizar la situación a efectos de restablecer la plena juridicidad
del régimen de subrogancias, garantizando la coherencia normativa que
ampara la validez de los actos del Tribunal.
IV. Que, en ese sentido, en ejercicio de su potestad de autogobierno,
este Plenario puede disponer, de modo excepcional y prudencial, la
suspensión temporal del régimen de rotación.
POR ELLO,
EL PLENARIO DEL TRIBUNAL FISCAL DE LA NACIÓN
RESUELVE:
Artículo 1° — Regularizar al 25 de septiembre de 2024, las subrogancias
de los Dres. Pablo Porporatto (3ª Nominación) y Daniel Martín (9ª
Nominación), reconociendo la validez de los actos dictados desde
aquella fecha.
Artículo 2° — Suspender, por excepción, la aplicación del límite
temporal de un año previsto en el artículo 5 del Reglamento,
exclusivamente respecto de los mencionados vocales, mientras persistan
las vacantes y se mantenga el acuerdo unánime de los vocales de la
competencia impositiva.
Artículo 3° — Regístrese, comuníquese, publíquese en el Boletín Oficial de la República Argentina y archívese”.
Por su parte, el Dr. Miguel N. LICHT amplió los fundamentos de su voto,
por escrito, los cuales fueron distribuidos a la totalidad de los Sres.
Vocales de este Tribunal Fiscal de la Nación mediante
NO-2025-119455831-APN-SGAJ#TFN. Seguidamente, se inserta el texto
correspondiente a la referida ampliación de voto.
“La presidencia del Tribunal Fiscal de la Nación convocó al Plenario de
Vocales mediante la Resolución RESOL- 2025-111-APN-TFN#MEC. Para así
decidir, previo a todo, tomó intervención la Dirección de Asuntos
Jurídicos del ente, a fin de dictaminar sobre la legalidad de su
disposición¹. El acto de administración citado y la decisión que adopte
el pleno es perfectamente parangonable en su encuadramiento jurídico y
sus efectos a lo actuado por el Consejo de la Magistratura, en cuanto
la ley aplicable le confiere la atribución de dictar los reglamentos
necesarios para la administración del Poder Judicial, incluyendo la
cobertura transitoria de vacantes, la subrogancia de magistrados y la
organización funcional de los tribunales inferiores. Por su parte, el
artículo 153 de la Ley de Procedimientos Tributarios dispone:
Reglamento
ARTICULO 153 — El TRIBUNAL FISCAL DE LA NACION dictará reglas de
procedimiento que complementen las disposiciones de esta ley, a fin de
dar al proceso la mayor rapidez y eficacia. Dichas reglas serán
obligatorias para el TRIBUNAL FISCAL y las personas que actúen ante él,
desde su publicación en el Boletín Oficial y podrán ser modificadas
para ajustarlas a las necesidades que la práctica aconseje.
El Presidente del TRIBUNAL FISCAL DE LA NACION podrá dictar normas
complementarias del Reglamento de Procedimientos del Tribunal,
tendientes a uniformar trámites procesales y cuestiones administrativas
cuando no se encuentren previstos en el mismo.
En sentido, ambas disposiciones, separadas en su texto, pero
convergentes en su finalidad, revelan una misma arquitectura
institucional: la necesidad de que los órganos de justicia —ya sean
judiciales o cuasi judiciales— dispongan de potestades reglamentarias
propias, orientadas a asegurar la continuidad del servicio
jurisdiccional y la juridicidad de su actuación.
En consecuencia, ninguna duda cabe respecto de que esas atribuciones
son de naturaleza distintas a las jurisdiccionales que ejerce el
Tribunal Fiscal y que encuentran su cauce en otro precepto legal.
Distribución de Expedientes – Plenario
ARTICULO 151 — Distribución de Expedientes. Plenario. La distribución
de expedientes se realizará mediante sorteo público, de modo tal que
los expedientes sean adjudicados a los vocales en un número
sucesivamente uniforme; tales vocales actuarán como instructores de las
causas que les sean adjudicadas.
Cuando una cuestión de derecho haya sido objeto de pronunciamientos
divergentes por parte de diferentes salas, se fijará la interpretación
de la ley que todas las salas deberán seguir uniformemente de manera
obligatoria, mediante su reunión en plenario. La convocatoria deberá
realizarse dentro de los sesenta (60) días de estar las vocalías en
conocimiento de tal circunstancia, o a pedido de parte en una causa. En
este último caso, una vez realizado el plenario se devolverá la causa a
la sala en que estuviere radicada para que la sentencie, aplicando la
interpretación sentada en el plenario.
La convocatoria a Tribunal Fiscal de la Nación pleno será efectuada de
oficio o a pedido de cualquier sala, por el Presidente o el
Vicepresidente del Tribunal Fiscal, según la materia de que se trate.
Cuando la interpretación de que se trate verse sobre disposiciones
legales de aplicación común a las salas impositivas y aduaneras, el
plenario se integrará con todas las salas y será presidido por el
Presidente del Tribunal Fiscal de la Nación.
Si se tratara de disposiciones de competencia exclusiva de las salas
impositivas o de las salas aduaneras, el plenario se integrará
exclusivamente con las salas competentes en razón de la materia; será
presidido por el Presidente del Tribunal Fiscal de la Nación o el
Vicepresidente, según el caso, y se constituirá válidamente con la
presencia de los dos tercios (2/3) de los miembros en ejercicio, para
fijar la interpretación legal por mayoría absoluta. El mismo quórum y
mayoría se requerirá para los plenarios conjuntos (impositivos y
aduaneros). Quien presida los plenarios tendrá doble voto en caso de
empate.
Cuando alguna de las salas obligadas a la doctrina sentada en los
plenarios a que se refiere el presente artículo entienda que en
determinada causa corresponde rever esa jurisprudencia, deberá
convocarse a nuevo plenario, resultando aplicable al respecto lo
establecido precedentemente.
Convocados los plenarios se notificará a las salas para que suspendan
el pronunciamiento definitivo en las causas en que se debaten las
mismas cuestiones de derecho. Hasta que se fije la correspondiente
interpretación legal, quedarán suspendidos los plazos para dictar
sentencia, tanto en el expediente que pudiera estar sometido al acuerdo
como en las causas análogas.(Artículo sustituido por art. 232 de la Ley
N° 27430 B.O. 29/12/2017. Vigencia: el día siguiente al de su
publicación en el Boletín Oficial y surtirán efecto de conformidad con
lo previsto en cada uno de los Títulos que la componen. Ver art. 247 de
la Ley de referencia.)
En efecto, las competencias que en esta instancia está llamado a
ejercer el Plenario no tienen naturaleza jurisdiccional, habidas
cuentas de que no se ejercen en el contexto de un expediente ni fijan
interpretación legal sobre una cuestión contenciosa.
En ese orden de ideas, es revelador que tanto el Consejo de la
Magistratura como el Tribunal Fiscal ejercen potestades materialmente
legislativas dentro de la función administrativa. No son simples
órganos de ejecución, sino centros normativos de autogobierno,
facultados para dictar reglas generales que complementan la ley en
materias orgánicas y procedimentales. Sus reglamentos no son actos
jurisdiccionales —pues no deciden litigios— ni actos administrativos
individuales —pues no resuelven casos concretos—, sino actos normativos
de alcance general, que delimitan el modo en que la función
jurisdiccional se organiza, se ejerce y se garantiza. En esa zona de
intersección entre la ley y la administración, la potestad
reglamentaria cumple una función de legislación de la ejecución, propia
del Estado de Derecho moderno.
En este contexto, las resoluciones del Consejo de la Magistratura —que
aprueben el Reglamento de Subrogancias de los Tribunales Inferiores de
la Nación— y los reglamentos dictados por el Tribunal Fiscal se
encuentran en una relación de paridad funcional. Ambos son actos
institucionales de gobierno jurisdiccional, formalmente
administrativos, pero materialmente normativos, cuya validez depende de
su conformidad con la ley habilitante y del respeto al principio de
juridicidad.
En tales condiciones, si bien la emisión de un dictamen jurídico previo
no resulta un requisito de validez ni un presupuesto procedimental
exigible por el ordenamiento, no obstante, la eventual intervención del
servicio jurídico, cuando mediare, constituye una manifestación de
prudencia institucional, orientada a fortalecer la deliberación
colectiva y asegurar la transparencia del proceso reglamentario, pero
su ausencia no genera vicio alguno ni invalida la decisión adoptada.
En rigor, el Tribunal Fiscal ejerce una doble naturaleza funcional: es
administrativo en su estructura orgánica y jurisdiccional en la función
que desempeña cuando resuelve controversias concretas. Pero en la
medida en que dicta reglamentos, interpreta sus normas o dispone la
integración de sus salas, actúa materialmente como administración
pública, dentro de la órbita del derecho administrativo y bajo el
control de juridicidad previsto por la Ley Nacional de Procedimientos
Administrativos.
Esta conclusión no deriva solo de la lógica institucional, sino también
del marco normativo expreso. El artículo 1° de la LNPA (Ley 19.549),
conforme la reforma introducida por la Ley 27.742 (Ley de Bases),
dispone que sus preceptos “se aplicarán directamente a la
Administración Pública nacional centralizada y descentralizada (…) y
también a los órganos del Poder Legislativo, del Poder Judicial y del
Ministerio Público de la Nación cuando ejerzan actividad materialmente
administrativa”. El Tribunal Fiscal, como órgano administrativo con
función jurisdiccional, queda comprendido en esa disposición cada vez
que actúa fuera del ejercicio de su función decisoria, tal como ocurre
en el caso de la convocatoria plenaria o del dictado de su reglamento.
Nunca pues más expresivo que, inclusive, la Corte Suprema de Justicia
de la Nación se encuentra sujeta al régimen de la LNPA cuando dicta
actos de administración interna, tales como reglamentaciones sobre
ferias, licencias, subrogancias o disposiciones presupuestarias, toda
vez que en tales supuestos no ejerce jurisdicción, sino función de
gobierno institucional.
Al respecto, debe hacerse notar que la fórmula del artículo 1 de la
LNPA reafirma la vigencia de un principio que se remonta a la
concepción clásica del derecho administrativo francés: la unidad del
régimen procedimental del Estado. Todo acto de la Administración
central o de sus entes descentralizados debe sujetarse al mismo código
de procedimiento, salvo que una ley especial —por su materia o
naturaleza— imponga reglas propias. Allí donde el Estado actúe
administrativamente —es decir, gestionando recursos, contratando,
otorgando permisos o sancionando disciplinariamente—, rigen las
garantías del procedimiento administrativo, cualquiera sea la rama del
poder que las ejerza.
En definitiva, el Reglamento de Procedimientos del Tribunal Fiscal es,
en su naturaleza jurídica, una manifestación de delegación impropia de
facultades legislativas, conferida por el Congreso en virtud del
artículo 75 inciso 32 de la Constitución Nacional, que autoriza a
dictar “todas las leyes y reglamentos que sean convenientes para poner
en ejercicio los poderes antecedentes”. Se trata, en consecuencia, de
una delegación impropia, pues no transfiere el poder legislativo
material —lo que el artículo 76 CN prohíbe—, sino la potestad técnica
de desarrollo y ejecución de la ley, subordinada al principio de
legalidad y a la jerarquía normativa que dimana del artículo 31 de la
Constitución. El Tribunal, al dictar su reglamento, no legisla, sino
que administra; no crea derecho nuevo, sino que ordena su aplicación.
Frente a todo lo expuesto, he sentido, lo confieso, una mezcla de
tristeza y estupor. Porque no se trata de una diferencia de criterios,
sino de algo más hondo: una orfandad absoluta en materias esenciales de
Derecho Administrativo, una desmemoria institucional que hiere la razón
y lastima el alma de las normas. Este es uno de esos casos en que la
realidad se impone como una bofetada suave pero persistente,
recordándonos que incluso los templos del Derecho pueden desmoronarse
cuando quienes los habitan olvidan su liturgia más básica.
Debiéramos considerar que existen decisiones que no son opinables,
porque el Derecho no se funda en opiniones sino en estructuras. El
dictamen jurídico previo no es un gesto, es una muralla contra el
error. Es la respiración del principio de juridicidad, el último
refugio del sentido común en los laberintos del poder. Cuestionar su
existencia es confundir la libertad con la licencia, la autonomía con
el capricho, la función jurisdiccional con el voluntarismo
administrativo. El mejor modo de explicar las cosas es que la ley —esa
vieja matrona que aún vela por nosotros— es clara. El artículo 7 de la
Ley Nacional de Procedimientos Administrativos impone el dictamen
previo como requisito esencial. Detengámonos, pues, en que lo hace no
para satisfacer a burócratas amantes del sello y la carpeta, sino para
recordar que toda decisión pública debe pasar primero por el tamiz de
la razón jurídica antes de convertirse en voluntad institucional.
Sin embargo, algunos prefirieron la arrogancia del desconocimiento. Y
lo que más inquieta no es solo la ignorancia, sino la audacia de
reprochar al que cumplió con su deber. Porque a veces el
desconocimiento, cuando se disfraza de autoridad, se vuelve imprudente.
Ya se comprende que la imprudencia, en quienes tienen el poder de
decidir, es una forma de violencia silenciosa. Eso no es todo. A esa
carencia se le ha sumado la imprudencia del reproche. Se censura al
Presidente por pedir asesoramiento legal, como si la legalidad fuera un
obstáculo, como si la observancia de la ley pudiera constituir una
falta.
Qué paradoja, entonces, que ahora se reproche el dictamen, cuando en su
momento se pidió auxilio jurídico a la misma dirección que hoy se
desdeña. ¿Qué clase de coherencia puede sostener un cuerpo que
desprecia públicamente lo que en privado solicita? He dicho muchas
veces que el Derecho no es un conjunto de artículos fríos, sino una
forma de respiración civilizatoria. Cuando se olvida su pulso, se
degrada la palabra justicia. Y lo que ocurre aquí no es un mero
desacuerdo, sino que es una muestra de decadencia técnica y de desdén
por el orden institucional. Porque un juez que no comprende el sentido
del dictamen no podrá nunca exigir juridicidad a la Administración. Un
cuerpo que cuestiona la legalidad por exceso de prudencia termina
abrazando la arbitrariedad por comodidad. En un mañana cercano, un
tribunal que se atreve a burlarse del procedimiento está cavando su
propia nulidad con manos de soberbia.
De seguro, en el curso de esta búsqueda, el Presidente que pide un dictamen honra la ley, al derecho y la historia.
Los que lo censuran, en cambio, olvidan que las instituciones se
sostienen en la humildad del conocimiento y no en el ruido del poder.
Lo que hoy hemos visto no es una controversia: es una señal. Una de
esas que avisan que el Derecho puede morir no por la furia de los
tiranos, sino por la indolencia de los cultos.
En efecto, pocas imágenes más desoladoras que la de una Administración
que decide en silencio, sin consejo ni advertencia, como un caminante
que avanza de noche sin linterna. Cada vez que un órgano estatal dicta
un acto sin haber escuchado el dictamen jurídico, el Estado se priva de
su conciencia. Lo hace, quizás, con la vana ilusión de que el apuro es
eficacia; cuando en verdad, es torpeza legal vestida de premura. Lo ha
dicho Cassagne (2013): “El procedimiento es un requisito esencial de
todo acto administrativo” (p. 17). No una formalidad, sino la
respiración misma de la juridicidad. Precisamente, entre esas formas
esenciales, el dictamen jurídico es la voz interior de la
Administración, su pausa razonada antes del salto al vacío de la
decisión. Nada más peligroso que un poder sin pausa, habidas cuentas de
que nada más republicano que una Administración que se detiene a
escuchar a su jurista antes de obrar. Toda forma estatal debe
justificarse en su método. En la letra del artículo 7, inciso d) de la
Ley Nacional de Procedimientos Administrativos (LNPA), se esconde una
verdad mayor: que el derecho no se cumple al final del acto, sino en el
modo de construirlo. Por eso el procedimiento previo es más que
trámite: es la ceremonia de la razón pública.
En ese sentido, Fiorini (1976) distinguía entre el debido proceso
adjetivo —protector del particular— y el debido procedimiento
administrativo —garantía de legalidad estatal—. Ambos confluyen en una
sola idea: la decisión legítima no nace del poder, sino del respeto. En
el mismo temperamento años después se hizo notar que el dictamen
jurídico, como subraya Cassagne (2013), es la piedra angular de ese
edificio invisible que impide que el acto administrativo se derrumbe
por vicio interno. Decidir sin dictamen es como firmar sin haber leído:
un acto de fe, pero en el error. Bielsa (1955) —ese humanista que
todavía creía que el derecho podía educar al poder— advertía que el
asesoramiento jurídico no es adorno sino progreso institucional. “El
gobernante, cualquiera sea la esfera en que actúa, rara vez tiene la
preparación jurídica, ni financiera ni económica, que el cargo exige”
(p. 265).
Sucede que, en efecto, la función consultiva no se concibió para
subordinar, sino para iluminar. Si la Administración prescinde del
dictamen, se traiciona a sí misma. Si un funcionario rehúsa oír al
jurista, está confesando que no quiere saber. De seguro, la ignorancia
deliberada es la forma más sofisticada de ilegalidad. Por eso la ley
impone el dictamen no para llenar papeles, sino para preservar la
dignidad de la decisión. Quien decide sin consulta, convierte la
función pública en aventura personal. Cabe repetirlo, el dictamen no es
un ornamento. Es causa del acto. Así lo explica Barra (2006): el
elemento cognoscitivo contenido en el dictamen debe integrarse a la
determinación de los hechos y al derecho aplicable (p. 542). Sin esa
causa jurídica previa, el acto carece de raíz, toda vez que no existe
legalidad sin reflexión. No cabe decisión legítima sin ese antecedente
intelectual que el jurista aporta desde la prudencia, no desde la
obediencia.
Por ello, Villegas Basavilbaso (1950) lo definió como hecho
administrativo; Cassagne (2011) lo precisó como acto interno,
preparatorio, parte del proceso de gestación de la voluntad estatal.
Pero más allá de la taxonomía, el dictamen es lo que impide que la
administración actúe como autómata. Un Estado que no se piensa antes de
obrar es un Estado que ya ha empezado a errar.
En esa comprensión, cabe destacar que la ley es tajante. El artículo 7
de la LNPA exige, como requisito esencial, el dictamen proveniente de
los servicios permanentes de asesoramiento jurídico cuando el acto
pueda afectar derechos o intereses legítimos. Pero Cassagne (2013) va
más allá al afirmar que debe requerirse siempre, incluso si no hay
derechos comprometidos, porque la función consultiva no protege solo al
administrado, sino al Estado mismo (p. 23). Omitir el dictamen es,
entonces, omitir el derecho y el silencio del asesor puede convertirse
en elgrito de la nulidad. Marienhoff (2003) no vaciló en declararlo: la
falta de dictamen previo es vicio esencial que acarrea nulidad absoluta
del acto administrativo. Un acto sin dictamen es como un edificio sin
cimientos. Puede erigirse, pero caerá al primer viento del control
judicial.
En tales condiciones, corresponde hacer notar que la función consultiva
tiene un adversario antiguo: la prisa del poder. El jurista habla
despacio. El burócrata apurado lo considera obstáculo. Pero la lentitud
del derecho es la velocidad de la justicia. El dictamen obliga al poder
a justificar su acto, a mirarse en el espejo del principio de legalidad
y del deber de razonabilidad. La legalidad, si no se revisa con razón,
degenera en rutina. Por eso la función consultiva es el puente entre la
forma y la justicia. Cassagne (2013) insiste: la finalidad del dictamen
previo no es evitar responsabilidades del Estado, sino promover actos
legítimos, justos, razonables y fieles al interés público (p. 30). El
interés público, recuerda Escola (1989), no es el interés del gobierno,
ni del partido, ni del funcionario: es la coincidencia voluntaria de
los intereses de todos. Por eso el jurista estatal debe recordar, cada
vez que dicta, que su función no es agradar a la autoridad, sino servir
a la comunidad.
La experiencia nos enseña —y la práctica institucional lo confirma— que
allí donde el asesoramiento previo se diluye, florece la confusión
normativa, la multiplicidad de criterios y la erosión de la seguridad
jurídica. Por eso, este Cuerpo colegiado debe asumir la defensa del
dictamen jurídico como garantía republicana. No se trata de un ritual,
sino que se trata de un principio.
Justamente, si el Tribunal Fiscal de la Nación pretende ser ejemplo de
juridicidad administrativa, no puede consentir que acto alguno se dicte
sin el debido dictamen previo. El respeto al asesor jurídico no
disminuye la autoridad del decisor. La ennoblece. El que decide después
de escuchar no renuncia a su poder; lo legitima².
Por todo lo expuesto, reafirmo que el dictamen jurídico previo no es un
trámite, sino el acto fundacional de la juridicidad administrativa. Su
omisión no solo vulnera la ley 19.549, sino el principio republicano
mismo, porque disuelve la distancia entre voluntad y capricho. Sin
dictamen, la administración decide a ciegas. Con dictamen, decide con
prudencia. Precisamente en tiempos donde la política pretende velocidad
a cualquier costo, el derecho debe recordar que la justicia necesita
demora.
A esta altura del razonamiento, solo una obstinación dogmática o una
incomprensión supina del orden jurídico podría llevar a confundir la
naturaleza de los actos del Pleno. Efectivamente, pretender que toda
actuación del Plenario es “jurisdiccional” y que únicamente los actos
del Presidente poseen carácter “administrativo” revela una lectura
invertida de la ley, cuando no una negación lisa y llana de su texto.
Tal tesis —que algunos pronuncian con tono de catecismo— desconoce lo
elemental: que la función del Pleno se despliega en un doble registro,
jurisdiccional cuando fija doctrina en los términos del artículo 151 de
la Ley 11.683, y administrativa cuando ejerce su poder de organización
interna, de conformidad con los artículos 153 y 66 del Reglamento.
¿O acaso —me pregunto con sincera perplejidad— han leído los
inquisidores normativos el artículo 66, que literalmente dispone que
“el Pleno podrá dictar un Reglamento interno que contendrá normas
complementarias al presente”? De seguro, si lo hubiesen leído —y
comprendido— sabrían que ese texto no es un permiso decorativo sino una
habilitación explícita para el ejercicio de potestades reglamentarias,
es decir, administrativas en sentido material.
De modo que corresponde exigirles, a quienes con desparpajo califican
de “jurisdiccional” todo acto del Pleno, que señalen al menos un autor
serio de la doctrina argentina o comparada que respalde semejante
extravagancia. Que citen, con nombre y página, a un administrativista,
procesalista o constitucionalista que haya sostenido que el dictado o
tratamiento de un reglamento interno constituye el ejercicio de una
función jurisdiccional. Yo, por mi parte, no conozco ninguno. Y temo
que ellos tampoco.
En efecto, decidir quién ha de ocupar una subrogancia no es —como
algunos insisten con obstinación doctrinal digna de mejores causas— un
acto jurisdiccional, sino una disposición complementaria del
Reglamento, comprendida expresamente en el artículo 66.
La designación de un subrogante no resuelve conflictos de derecho entre
partes, no fija interpretación normativa, ni produce efectos erga omnes
en materia contenciosa. Por el contrario, ordena el funcionamiento
interno del órgano, preserva la continuidad del servicio y asegura que
la justicia fiscal no quede suspendida por razones de ausencia o
vacancia.
Afirmar que semejante decisión es jurisdiccional equivale a confundir
la pluma del juez con la lapicera del administrador. La jurisdicción
decide causas; la administración decide quién decide.
La subrogancia —en su sustancia jurídica— pertenece a la zona de
gobierno del Tribunal, no a su competencia contenciosa. Es, por tanto,
una manifestación de la potestad reglamentaria que la ley reconoce al
Pleno conforme el artículo 153 de la Ley 11.683 y el propio artículo 66
de su Reglamento. Su tratamiento o resolución no difiere, en lo
esencial, de la aprobación de un reglamento interno o de una norma de
feria judicial: todas son decisiones de autogobierno normativo, no de
jurisdicción.
Así lo demuestra la práctica comparada. En el Poder Judicial, el
Consejo de la Magistratura —que también es órgano de gobierno y no de
sentencia— dicta los reglamentos sobre subrogancias, concursos,
licencias y administración presupuestaria. Nadie en la doctrina ha
sostenido que ese ejercicio sea jurisdiccional. ¿Por qué habría de
serlo, entonces, en el Tribunal Fiscal, cuya naturaleza administrativa
es aún más explícita?
En consecuencia, cuando el Pleno decide sobre la cobertura de una
subrogancia, no juzga a las partes, sino que organiza el órgano; no
aplica el derecho, sino que garantiza su aplicación futura. El acto que
así dicta es, sin ambages, una disposición complementaria del
Reglamento, emanada del poder de autogobierno que el ordenamiento
reconoce a este Cuerpo.
Por ello conviene subrayarlo con toda claridad: confundir la potestad
de reglamentar con la de juzgar es el primer paso hacia la anarquía
institucional. Porque cuando la administración deja de reconocerse como
tal, la ley deja de saber quién la obedece.
Dicho con propiedad, el acto por el cual el Pleno decide quién ha de
ocupar una subrogancia se inscribe en el ámbito de la superintendencia
administrativa. No es jurisdicción ni trámite procesal; es la expresión
del poder de gobierno interno del órgano. Esa potestad —que no depende
de litigio alguno— permite al Tribunal asegurar su continuidad
funcional, distribuir tareas, reglamentar licencias, organizar turnos
y, en fin, velar por la regularidad del servicio de justicia fiscal.
La superintendencia es al órgano lo que la conciencia es al individuo:
un principio de orden interno que no juzga a terceros, sino que
gobierna sobre sí mismo. Así ocurre en la Corte Suprema, cuando dicta
sus Acordadas sobre ferias; en las Cámaras Federales, cuando aprueban
sus reglamentos de funcionamiento; y, por evidente analogía, en este
Tribunal Fiscal de la Nación, cuando decide cómo cubrir una vacante o
cómo rotar sus vocalías.
A mayor abundamiento, no está de más recordar que la propia Corte
Suprema de Justicia de la Nación, al dictar sus Acordadas sobre
subrogancias —entre ellas las Nros. 10, 54, 62, 84, 86 de 1993, 46 de
1994 y 38 de 1995—, ha reconocido expresamente que tales actos se
emiten en ejercicio de su superintendencia administrativa. En ellas no
se dirime controversia alguna ni se aplica el derecho a un caso
concreto; se regula la integración de los tribunales orales, la
designación de reemplazantes y el modo de sorteo de causas, con el
único propósito de garantizar la continuidad del servicio judicial.
La Corte, al hacerlo, no actúa como tribunal de justicia, sino como
órgano de gobierno del Poder Judicial. Y si tal carácter tiene en la
cúspide del sistema, con mayor razón lo tiene este Tribunal Fiscal de
la Nación —órgano administrativo con función jurisdiccional—, cuando
decide cuestiones análogas de subrogancia o integración.
Afirmar lo contrario sería desconocer la más elemental lógica del
derecho público: si el órgano jurisdiccional por excelencia reconoce
que subrogar es administrar, ¿con qué autoridad doctrinaria podría
sostenerse que el Tribunal Fiscal, al hacerlo, juzga?
Nada hay de jurisdiccional en ello. Nadie reclama, nadie es condenado,
nadie obtiene un derecho subjetivo frente al Estado. Lo que hay es
administración institucional, guiada por la ley y reglamentada por el
propio cuerpo.
No escapa al sentido común jurídico la razón por la cual la Corte
Suprema de Justicia de la Nación no requiere dictamen previo cuando
dicta un reglamento o decide una cuestión de superintendencia. No lo
necesita porque es cabeza de Poder, y su potestad normativa emana
directamente de la Constitución Nacional —artículos 108 y 113—, no de
una ley procedimental. Su régimen es constitucional, no administrativo.
Sujeción tiene, por cierto, pero sólo a la Carta Magna, no a la Ley
Nacional de Procedimientos Administrativos. Otra cosa muy distinta
ocurre con este Tribunal Fiscal de la Nación, que no es vértice de
poder alguno ni órgano supremo del orden jurídico tributario. Su
potestad reglamentaria es de naturaleza derivada, limitada por la ley
que lo crea y por los principios de juridicidad y control
administrativo. Por eso, cuando la Presidencia o el Pleno dictan
resoluciones reglamentarias, sí deben sujetarse al principio del debido
procedimiento administrativo.
Esperemos, sin embargo, que ninguno de mis colegas haya confundido el
aire solemne de esta Sala con la atmósfera del Salón de Acuerdos de la
Corte, ni se haya dejado tentar por el espejismo de creerse depositario
de una supremacía tributaria que el orden jurídico jamás le confirió.
Conviene recordar, por simple cortesía con la Constitución, que el
Tribunal Fiscal de la Nación no es cabeza de poder, sino órgano de la
administración, y que en esa condición debe ceñirse —como todos los que
ejercen funciones públicas— al principio de juridicidad y al control de
legalidad que deriva de la Ley Nacional de Procedimientos
Administrativos.
Por eso, cuando el Pleno actúa en este ámbito, no aplica justicia: la
preserva. Y al hacerlo ejerce la función más discreta y, a la vez, más
trascendente del Estado de Derecho: la superintendencia administrativa,
esa vieja palabra que resume, con elegancia jurídica, la idea de que
hasta los jueces necesitan reglas para gobernarse.
En ese sentido, la distinción entre función jurisdiccional y función
administrativa no es una creación de laboratorio ni una sutileza
semántica: es la piedra angular del Estado de Derecho. Como enseña Rey
Vázquez (2022), presidente de la Corte Suprema de la Provincia de
Corrientes, todo órgano del Estado —incluso los judiciales— participa
de las tres funciones clásicas, pero sólo ejerce jurisdicción en
sentido formal cuando resuelve litigios y dicta sentencias definitivas.
Todo lo demás —desde aprobar un presupuesto hasta designar un
subrogante— pertenece al ámbito de la función administrativa o de
superintendencia, sometida a un régimen jurídico común de derecho
público (p. 25-26).
Bajo esa lógica, los actos del Pleno que deciden sobre subrogancias,
integraciones o rotaciones no son jurisdiccionales, porque no emanan
del ejercicio de la potestad de juzgar, sino del poder de gobernar la
propia organización. Son, como bien dice el citado autor,
manifestaciones de “la función administrativa que coadyuva al ejercicio
de la función judicial” (Rey Vázquez, 2022, p. 2).
La jurisprudencia más reciente de la Corte Suprema de Justicia de la
Nación también reconoce que los actos administrativos dictados en
ejercicio de superintendencia son revisables judicialmente,
precisamente porque son actos administrativos, no jurisdiccionales
(Charpin, Osvaldo José René c/ EN – Poder Judicial de la Nación,
Fallos: 331:536, 2008). Esta evolución —señala Rey Vázquez (2022, p.
5)— corrige aquella antigua doctrina que pretendía blindar las
decisiones de superintendencia bajo el pretexto de la “condición
suprema del Tribunal”.
En tal sentido, el propio Hutchinson (2010) recordaba que el artículo
113 de la Constitución Nacional otorga a la Corte Suprema la facultad
de dictar su reglamento interno y económico y de nombrar sus empleados,
reconociendo así que esa potestad es administrativa, no jurisdiccional,
aunque se ejerza dentro del Poder Judicial. La superintendencia,
entonces, es la manifestación institucional del principio de
autogobierno, pero dentro del marco del derecho administrativo.
El Tribunal Fiscal de la Nación, en tanto órgano administrativo con
funciones jurisdiccionales, se encuentra exactamente en esa posición.
Cuando resuelve causas, juzga; pero cuando dicta reglamentos, designa
subrogantes o aprueba disposiciones internas, administra. Pretender lo
contrario sería, en palabras de Rey Vázquez (2022, p. 3), confundir el
sentido formal del acto con su apariencia material, algo que el derecho
no tolera, porque la naturaleza de un acto no se define por su nombre
sino por su régimen jurídico.
Por ello, las decisiones del Pleno sobre subrogancias son actos de
superintendencia administrativa, equiparables—en su naturaleza y
efectos— a las acordadas de la Corte Suprema que organizan la justicia
nacional. Y así como la Corte ejerce esa función por mandato
constitucional (arts. 108 y 113 CN), el Tribunal Fiscal lo hace por
delegación legal (art. 153 de la Ley 11.683).
Como lo recuerda Revidatti (1984) citado por Rey Vázquez (2022, p.
2-3), la función administrativa se caracteriza por la ejecutoriedad y
la autoaplicación de sus actos, en contraposición con el proceso
declarativo propio de la jurisdicción. Ello explica por qué el
Reglamento del Tribunal Fiscal —como todo reglamento administrativo—
produce efectos sin necesidad de acto complementario, y por qué las
decisiones que lo aplican, como las de subrogancia, son operativas de
pleno derecho.
Incluso la experiencia comparada lo confirma. La Corte Suprema de
Corrientes, en sus Acuerdos 11/2019 y 05/2020, dictó protocolos de
oralidad, reglamentos de turnos y normas sobre subrogancias en
ejercicio de su función de superintendencia. Nadie ha sostenido que
tales actos sean jurisdiccionales; se los ha calificado, con toda
propiedad, como reglamentos administrativos de organización del
servicio de justicia (Rey Vázquez, 2022, pp. 12-15).
El principio de unidad del régimen procedimental —proclamado por Rey
Vázquez (2022, p. 25) y sostenido por toda la doctrina argentina desde
Marienhoff hasta Cassagne— impone que las decisiones administrativas de
todos los poderes del Estado, incluso del judicial, se sujeten al mismo
sistema de juridicidad. Y si eso vale para la Corte Suprema, con mayor
razón rige para este Tribunal Fiscal, que carece de jerarquía
constitucional y ejerce competencias derivadas.
Finalmente, la idea de que la función administrativa es “una de las que
se cumple en los tres poderes clásicos, con un régimen jurídico
uniforme” (Rey Vázquez, 2022, p. 25) disuelve cualquier duda residual:
las decisiones del Pleno que se dictan para regular la organización
interna o garantizar la continuidad del servicio no son actos
jurisdiccionales encubiertos, sino manifestaciones del mismo género de
poder que ejercen las cortes provinciales cuando administran justicia
en su faz institucional.
La reciente Acordada 34/2024 de la Corte Suprema de Justicia de la
Nación, comentada por la Señora Procuradora ante la Corte Suprema Dra.
Laura Monti (2024), arroja luz sobre una cuestión que, a esta altura,
debiera estar fuera de debate: la Ley Nacional de Procedimientos
Administrativos N° 19.549 es aplicable al Poder Judicial cuando este
actúa materialmente como administración.
La propia Corte, aun reafirmando la vigencia de su Reglamento para la
Justicia Nacional y sus regímenes especiales, reconoció expresamente
que la LNPA será de aplicación al ejercicio de la superintendencia
“cuando los procedimientos lo establezcan de manera expresa y en la
medida y carácter que dicha remisión disponga” (Monti, 2024, p. 1).
La distinción es clara y doctrinalmente impecable: la Corte Suprema no
desconoce la aplicación de la LNPA, sino que la reconduce conforme a su
rango constitucional. Lo que la ley regula como régimen general, la
Corte lo asimila como principio rector, modulándolo a través de su
potestad reglamentaria originaria prevista en el artículo 113 de la
Constitución Nacional.
Tal prerrogativa, sin embargo, no se proyecta sobre los órganos
inferiores o extrapoderes, cuya autoridad deriva de la ley y no de la
Constitución. El Tribunal Fiscal de la Nación, por tanto, no puede
reclamar para sí las prerrogativas de una cabeza de poder, porque
carece de ese fundamento originario.
La posición del Máximo Tribunal, lejos de desmentir la vigencia de la
LNPA, la confirma. La Corte reconoce que su régimen de superintendencia
se rige por normas especiales, pero admite la necesidad de adecuación
paulatina a los principios y disposiciones de la ley 19.549. De hecho,
la Dra. Monti (2024) subraya que el propio tribunal valora como
incorporados en sus decisiones “los aspectos sustanciales y los
principios generales de la LNPA”, entre ellos la tutela administrativa
efectiva, la competencia del órgano y el derecho de defensa.
Si eso vale para el órgano supremo de la justicia nacional, con mayor
razón debe aplicarse en plenitud a un tribunal administrativo, cuya
función de superintendencia deriva exclusivamente de una ley ordinaria
y no de la Constitución.
La Corte Suprema puede, por jerarquía constitucional, dictar acordadas
que regulen su propio funcionamiento y designen sus empleados, sin
requerir dictamen jurídico previo. El Tribunal Fiscal, en cambio, no
posee ese fuero de autarquía constitucional, sino una potestad
reglamentaria delegada por el artículo 153 de la Ley 11.683. Su obrar
está sujeto, por ende, a las exigencias formales y sustanciales de la
Ley 19.549, entre ellas el dictamen previo de los servicios jurídicos
cuando el acto pueda afectar derechos o intereses legítimos.
La Corte, en su acordada, recordó que su independencia no la exime del
control judicial ni de la observancia de los principios generales del
derecho administrativo, y citó como precedentes los casos “Rodríguez
Varela” (Fallos: 315:2990) y “Charpin” (Fallos: 331:536), donde
reconoció el carácter administrativo de ciertos actos propios y su
revisibilidad judicial.
No puede, por tanto, alegarse que los órganos de superintendencia
actúan fuera del derecho administrativo; simplemente lo hacen bajo un
régimen especial cuando su rango constitucional lo justifica.
En definitiva, la Acordada 34/2024 ofrece una enseñanza de prudencia
institucional que algunos parecen no haber aprendido: quien carece de
supremacía constitucional debe compensar con mayor apego al principio
de juridicidad. Mientras la Corte Suprema ejerce la superintendencia
como expresión de soberanía institucional, el Tribunal Fiscal la ejerce
como delegación funcional del Poder Ejecutivo.
Confundir ambas situaciones sería, además de un error de técnica
jurídica, una peligrosa fantasía de jerarquía impropia, tan desmedida
como creer que el reflejo del sol en el agua es el sol mismo.
La Corte Suprema de Justicia de la Nación, mediante la Acordada 34/2024
(publicada el 6 de noviembre de 2024), ha puesto de manifiesto un
principio que parece resistirse a ser comprendido por algunos: no toda
potestad reglamentaria es constitucional; algunas son apenas derivadas.
El Tribunal Supremo, al analizar la reforma introducida por la Ley
27.742 al artículo 1 de la Ley Nacional de Procedimientos
Administrativos N° 19.549, reconoció que dicha norma dispone la
aplicación directa de la LNPA a los órganos del Poder Judicial cuando
ejerzan actividad materialmente administrativa (Acordada 34/2024,
Considerando I).
Sin embargo, aclaró que tal previsión “innova sobre funciones de
superintendencia que el Tribunal ha regulado desde que comenzó a
funcionar”, y que esas funciones se ejercen en un marco singular,
propio de una cabeza de poder, cuya competencia nace directamente de
los artículos 108 y 113 de la Constitución Nacional (Considerando II).
Esa diferencia —entre quien actúa por delegación y quien lo hace por
atribución constitucional originaria— es el eje de toda la cuestión.
La Corte Suprema puede dictar reglamentos sin requerir dictamen
jurídico previo porque no actúa como órgano administrativo, sino como
poder del Estado en ejercicio de su autogobierno constitucional.
Su potestad de superintendencia es de fuente constitucional y no deriva
de la Ley 19.549; por ello mismo, la Corte no está sometida al régimen
administrativo común, sino que lo aplica de modo reflexivo, cuando no
compromete la independencia judicial.
No ocurre lo mismo con este Tribunal Fiscal de la Nación, cuya potestad
reglamentaria encuentra su origen exclusivo en el artículo 153 de la
Ley 11.683, que autoriza a dictar “reglas de procedimiento que
complementen las disposiciones de la ley”.
Mientras la Corte reglamenta la justicia por mandato constitucional, el
Tribunal Fiscal solo administra su funcionamiento por delegación legal.
Y donde hay delegación, hay subordinación al principio de juridicidad,
con todas las consecuencias que ello implica: motivación, competencia,
procedimiento regular y, cuando corresponde, dictamen jurídico previo.
La Corte, en la misma Acordada, reafirma que los “aspectos sustanciales
y principios generales” de la LNPA —legalidad, razonabilidad, debido
procedimiento, derecho de defensa— “ya se encuentran ínsitos” en sus
regímenes especiales y en las decisiones de superintendencia que ha
dictado (Considerando VIII).
Pero el reconocimiento de esos principios, en su caso, no surge de una ley ajena, sino de su propio rango institucional.
Por eso puede adaptar, graduar o exceptuar la aplicación directa de la
LNPA, en tanto ello responda a la preservación de su independencia y al
correcto funcionamiento del Poder Judicial.
Resulta innegable que la misma Acordada distingue entre la aplicación
supletoria del régimen administrativo y la potestad de dictar regímenes
especiales de superintendencia, reservando a la Corte —y solo a ella—
la declaración expresa de exclusión o inclusión de procedimientos
particulares (Considerando XI).
Dicho de otro modo: solo la cabeza de poder puede declarar no aplicable
la ley que rige al resto del Estado. El Tribunal Fiscal, que es un
órgano descentralizado dentro del Poder Ejecutivo, no tiene esa
prerrogativa.
Si la Corte Suprema necesita fundar su excepción en el artículo 113 de
la Constitución, ¿qué base jurídica podría invocar este Tribunal para
sustraerse a la Ley 19.549, que lo regula expresamente?
Que la respuesta, aunque incómoda para ciertos oídos altaneros, es sencilla: ninguna.
A diferencia de la Corte Suprema, este Cuerpo no dicta actos de
gobierno de un poder del Estado, sino actos administrativos de alcance
general o individual, sujetos al control de legalidad. No ejerce
soberanía, sino función reglamentaria de ejecución.
Por ello, toda decisión que modifique, complemente o interprete el
Reglamento interno del Tribunal debe tramitar bajo el régimen de la Ley
Nacional de Procedimientos Administrativos, incluyendo —cuando
corresponda— la intervención previa del servicio jurídico permanente.
La Corte, incluso en su soberanía, no niega los principios de la LNPA:
los incorpora, los interpreta y los adapta. Lo hace con la autoridad de
quien puede y con la prudencia de quien sabe que la independencia sin
control no es libertad, sino extravío.
Este Tribunal, en cambio, debe observar esos mismos principios con
mayor rigor, precisamente porque no es poder sino órgano, y porque su
legitimidad no se presume: se construye cada vez que respeta la ley.
En consecuencia, este Pleno no puede invocar analogías con la Corte
Suprema para justificar omisiones de procedimiento o de dictamen. Sería
un contrasentido invocar la acordada de un poder soberano para fundar
la displicencia de un órgano subordinado.
La Corte reglamenta porque tiene Constitución; el Tribunal Fiscal debe reglamentar porque tiene ley.
Además, la doctrina y la jurisprudencia han sido claras en cuanto a la
naturaleza jurídica de las acordadas y reglamentos dictados por los
tribunales: se trata de actos administrativos de alcance general,
emanados de órganos judiciales en ejercicio de funciones de gobierno, y
por ende sometidos al control judicial de legalidad.
La Corte Suprema ha reconocido, en el precedente “Bonis, Pedro Luis y
otros s/amparo” (3/10/1989), la naturaleza administrativa de las
disposiciones generales adoptadas por los tribunales y la aplicabilidad
de la Ley 19.549 para acceder a la instancia judicial (Monti, 2024;
véase también Rey Vázquez, 2022). Este reconocimiento implica aceptar,
sin subterfugios, que los actos normativos de gobierno judicial se
rigen por el mismo principio de juridicidad que gobierna toda actuación
estatal.
En efecto, en un largo itinerario jurisprudencial, ha confirmado esa
doctrina, llegando incluso a declarar la invalidez de sus propias
acordadas cuando excedieron el marco de las facultades delegadas por el
Congreso. Así lo hizo en los casos “Fabris, Marcelo H. c. Nación
Argentina – Poder Judicial de la Nación” (22/8/1988) y “Moras Mon,
Jorge R. c. Estado Nacional – Poder Judicial de la Nación” (7/12/1988),
donde consideró que las acordadas 43/85 y 50/85, referidas a
adicionales salariales, eran actos administrativos generales revisables
judicialmente.
En el voto mayoritario se subrayó que el reglamento de la Corte, aun
emanado de un órgano judicial, es revisable como cualquier otro acto
administrativo “cuando produce efectos jurídicos directos” sobre los
particulares.
Más tarde, en “Martiré, Eduardo F. A. c. Poder Judicial de la Nación”
(4/3/1993), el Alto Tribunal —integrado por conjueces— fue aún más
lejos y declaró inconstitucional las acordadas mencionadas por haber
incurrido en un exceso en el ejercicio de la delegación legal.
Del mismo modo, en “Argüello Varela, Jorge Marcelo c. Estado Nacional
(Corte Suprema de Justicia de la Nación)” (30/6/1993) calificó a las
acordadas 56/91 y 75/91 como actos administrativos generales revisables
en idénticas condiciones que cualquier reglamento administrativo.
Tales precedentes destruyen, por sí solos, la idea de una “inmunidad
institucional” frente al Derecho Administrativo. Si la propia Corte
Suprema reconoce que sus acordadas son actos administrativos, y si
admite que pueden ser impugnadas y declaradas inválidas, ¿con qué
argumento podría sostenerse que las decisiones del Pleno del Tribunal
Fiscal —de menor jerarquía y de naturaleza administrativa evidente—
escapan al régimen procedimental común?
Además, el razonamiento del Máximo Tribunal al calificar sus acordadas
como actos administrativos de alcance general —y no jurisdiccionales—
se apoya en una noción elemental de la ciencia jurídica: la naturaleza
del acto no se define por su autor, sino por su función y sus efectos.
Así, un tribunal puede dictar un acto administrativo cuando regula su
estructura, distribuye competencias, o establece pautas de
funcionamiento, del mismo modo que un ministerio puede dictar actos
normativos sin por ello administrar justicia.
En definitiva, la línea jurisprudencial que va desde Bonis (1989) hasta
Argüello Varela (1993) consolida un principio que debería ser obvio,
aunque a veces parece olvidarse: los actos de autogobierno de los
tribunales no son sentencias ni están investidos de autoridad de cosa
juzgada, sino reglamentos administrativos sometidos al control de
juridicidad.
La Corte Suprema —en sus momentos de mayor lucidez institucional— ha
sabido reconocerlo. Sería paradójico que un tribunal administrativo,
llamado precisamente a defender la juridicidad, pretendiera ignorar esa
doctrina para refugiarse en una ficción de soberanía que no le
pertenece.
Así las cosas, no está de más recordar que, durante largos años, el
derecho argentino toleró una ficción institucional: la idea de que los
actos administrativos dictados por los tribunales —en especial por la
Corte Suprema— eran inmunes al control judicial. Bajo el manto de la
“independencia del Poder Judicial”, se confundía independencia con
impunidad, y se eximía del principio de juridicidad a quienes debían
ser sus primeros guardianes.
El profesor Tomás Hutchinson, en su célebre artículo “De la
irrevisibilidad a la revisibilidad jurisdiccional de la función
administrativa del Poder Judicial” (Supl. Adm. La Ley, 2010),
reconstruyó esa evolución con precisión quirúrgica. Allí mostró cómo el
viejo criterio orgánico —según el cual el carácter judicial del órgano
contaminaba de jurisdiccional todas sus actuaciones— fue desplazado por
un criterio funcional y material, que distingue con lucidez entre los
actos de juzgar y los actos de administrar (Hutchinson, 2010, II.2 y
III). En palabras del autor, el Poder Judicial “no se agota en la
función de juzgar”; también nombra, sanciona, contrata, organiza y
gestiona, y al hacerlo ejerce una función administrativa tan plena como
la del Poder Ejecutivo, sometida al mismo derecho y a los mismos
controles. “No hay razón —dice Hutchinson— para negar a los
administrados el derecho a la defensa y al control judicial frente a un
acto administrativo dictado por un juez” (2010, II.4).
Hutchinson explica con claridad que la función judicial se rige por el
principio de coordinación, mientras que la función administrativa se
funda en la subordinación jerárquica. La primera es independiente, la
segunda está sometida a control; la primera se manifiesta en la
sentencia, la segunda en los actos internos de gestión (2010, II.3).
Esta diferencia no es un capricho teórico, sino la traducción
institucional de la vieja idea republicana según la cual el poder solo
es legítimo cuando se deja controlar.
En esa línea, la doctrina de Hutchinson significó un quiebre
epistemológico frente a la tradición que confundía poder con inmunidad.
“La ordenación de la competencia de los órganos judiciales —dice— nunca
será tan unívoca que toda función del Poder Judicial sea
jurisdiccional” (2010, II.5). Y más adelante agrega, con la sobriedad
de quien escribe contra un dogma: “Pretender que la presencia del
órgano modifique la naturaleza de la actividad es tergiversar las
cosas” (2010, II.5).
Como vimos, la evolución jurisprudencial lo confirmó: desde “Mai de
Alegre” (Fallos 317:1539) hasta “Charpin” (Fallos 331:536), la Corte
Suprema abandonó la ficción de la irrevisibilidad y admitió que sus
propios actos administrativos —dictados en ejercicio de
superintendencia— son revisables judicialmente, porque son actos
administrativos y no jurisdiccionales (Hutchinson, 2010, IV).
El paso de la “irrevisibilidad” a la “revisibilidad” no fue un gesto de
humildad institucional, sino una restitución del Estado de Derecho
dentro del Poder Judicial. Desde entonces, la legitimidad de sus actos
ya no se mide por la jerarquía del órgano que los dicta, sino por la
observancia del procedimiento, la motivación y la razonabilidad del
contenido.
A la luz de esa evolución doctrinal y jurisprudencial, carece de toda
defensa seria —en el plano teórico o práctico— sostener que las
decisiones del Pleno del Tribunal Fiscal de la Nación sobre
subrogancias o reglamentaciones internas revisten carácter
jurisdiccional o se encuentran exentas del control de legalidad. Si ni
la Corte Suprema se exime de la revisibilidad de sus actos
administrativos, menos aún podría hacerlo un tribunal administrativo de
naturaleza dependiente.
Hutchinson (2010, III) advierte que los actos administrativos del Poder
Judicial “deben regirse por las mismas reglas que gobiernan a la
Administración Pública en general”, y que el régimen aplicable es el de
la Ley Nacional de Procedimientos Administrativos. Este criterio, hoy
consolidado por la reforma de la Ley 27.742 y por la Acordada 34/2024,
transforma en norma positiva lo que ya era exigencia de equidad: la
igualdad jurídica de todos los administrados frente a la
Administración, incluso cuando la Administración viste toga.
Sería, por tanto, una ironía inaceptable que un órgano como el Tribunal
Fiscal —creado por ley, inserto en el Poder Ejecutivo y sujeto a
control ministerial— pretendiera ejercer una inmunidad reglamentaria
que ni la Corte Suprema invoca para sí. La independencia funcional del
juez no se proyecta sobre los actos de gobierno del órgano; no hay
independencia para incumplir la ley.
En definitiva, la doctrina de Hutchinson completa el círculo teórico
abierto por Cassagne y Rey Vázquez: si toda función administrativa
—cualquiera sea su sede orgánica— está sujeta al mismo derecho, y si
todo acto administrativo es revisable, entonces las decisiones del
Pleno que organizan prorrogan o alteran el régimen de subrogancias no
son sentencias ni acordadas judiciales, sino actos administrativos
regidos por la Ley 19.549.
En la raíz misma de todo sistema republicano se encuentra un principio
de simetría funcional: quien administra, cualquiera sea su rango, lo
hace bajo el mismo derecho. Lo advirtió tempranamente Tomás Hutchinson
(2010), al señalar que los tres poderes —Ejecutivo, Legislativo y
Judicial— ejercen, en diverso grado, una función administrativa, y que,
si esa actividad es sustancialmente idéntica, también debe serlo el
régimen jurídico que la gobierna (p. 63).
Nada distingue, en esencia, al acto por el cual el Ministerio de
Economía designa un agente, de aquel mediante el cual un tribunal
nombra un prosecretario, o de la resolución por la que el Tribunal
Fiscal designa un subrogante. En los tres casos, se trata de actos
administrativos regidos por idénticos principios: competencia,
procedimiento, motivación y control.
Siguiendo a Hutchinson (2010, III.1), negar esa identidad jurídica
sería un anacronismo dogmático: “Ninguna diferencia intrínseca puede
advertirse entre el acto de nombramiento de un empleado en el
Ministerio de Economía y el de designar un empleado en el Poder
Judicial; entre la adquisición de papel y lápices para una oficina de
tribunales o comprarlos para un ministerio”. Esa igualdad sustancial de
naturaleza obliga, como corolario lógico, a reconocer la identidad de
régimen, esto es, la aplicación del derecho administrativo y de la Ley
19.549 a toda actividad materialmente administrativa del Estado, sea
cual fuere su poder de origen.
Este criterio no es solo dogmático sino de justicia elemental: la
legalidad no se fragmenta por afinidad institucional. Por eso
Hutchinson (2010, III.3) sostuvo con énfasis que no hay acto
administrativo irrecurrible, ni siquiera cuando proviene del Poder
Judicial. El principio de defensa en juicio (artículo 18 CN) no
reconoce excepciones por jerarquía del autor. La impugnabilidad, como
condición ontológica del acto administrativo, es el sello de su
juridicidad: allí donde no hay revisión, no hay derecho, sino
privilegio.
En consecuencia, el argumento de quienes pretenden “blindar” las
decisiones de gobierno del Pleno del Tribunal Fiscal bajo el rótulo de
jurisdiccionales carece de sustento teórico. No hay jurisdicción en la
designación de un subrogante ni en la prórroga de un reglamento; hay
administración. Y si hay administración, hay derecho administrativo.
Así lo enseñó también Rey Vázquez (2025), al destacar que la reforma
del artículo 1 de la Ley 19.549 amplió su aplicación directa a los tres
poderes del Estado cuando actúan materialmente como administración,
reforzando la unidad del régimen procedimental.
Incluso los Supremos Tribunales provinciales —entre ellos la Suprema
Corte bonaerense en Spina, Domingo Vicente c/ Provincia de Buenos Aires
(Poder Judicial), sentencia del 27/12/2000— han reconocido expresamente
el carácter administrativo de sus actos de superintendencia y su
sujeción a revisión judicial. En dicho fallo se afirmó que la función
administrativa “no está sólo a cargo del Ejecutivo, sino que también se
ejerce en los ámbitos del Poder Judicial y Legislativo, siéndole
aplicable el régimen jurídico de aquélla”. Es decir, el control de
legalidad no disminuye la autoridad institucional: la legitima.
Hutchinson (2010, III.2) lo explicó con claridad prístina: las
funciones administrativas del órgano judicial se hallan expresamente
reconocidas en la Constitución Nacional, que en su artículo 113
confiere a la Corte Suprema la facultad de dictar su reglamento interno
y de nombrar sus empleados. A su vez, las constituciones provinciales
reproducen ese esquema, atribuyendo a sus Superiores Tribunales el
gobierno de la administración de justicia. Pero ese reconocimiento
constitucional no implica autonomía frente al derecho, sino sujeción a
un régimen específico: el derecho administrativo.
Los actos emanados de esa función —designaciones, sanciones,
contrataciones o reglamentos— son, en palabras de Hutchinson, “actos
administrativos, impugnables tanto en sede administrativa como
judicial” (III.3). El autor advierte que un acto administrativo
“irrecurrible” sería incompatible con el artículo 18 de la Constitución
Nacional, pues negaría el derecho a ser juzgado por un órgano imparcial
e independiente. Y agrega, con persuasiva claridad: “No puede
pretenderse que por el solo hecho de ser un órgano judicial quien dictó
el acto, éste quede exento del control”.
De esta doctrina se desprende un principio de hierro: toda función
administrativa es revisable, todo acto administrativo es controlable, y
ningún órgano del Estado puede ser juez de su propia causa. La
imparcialidad, requisito esencial de la jurisdicción, debe regir
también en la revisión de los actos administrativos del Poder Judicial;
por eso las legislaciones provinciales prevén mecanismos de revisión
por órganos distintos de aquel que dictó el acto, y en el orden federal
esa competencia recae en la jurisdicción contencioso administrativa.
El propio Hutchinson (2010, III.4) señala que, en el ámbito nacional,
los actos administrativos de la Corte Suprema y de los tribunales
inferiores son revisables ante los jueces contencioso-administrativos
federales, lo cual reafirma la idea de un sistema de control externo,
propio de un Estado que no admite zonas de excepción. Si eso vale para
la Corte Suprema, con mayor razón debe regir para el Tribunal Fiscal,
que carece de autonomía constitucional y cuyas decisiones
administrativas se inscriben plenamente dentro de la órbita del Poder
Ejecutivo.
En suma, los argumentos de Hutchinson, Rey Vázquez, Cassagne y la
jurisprudencia Spina convergen en una conclusión inescapable: el
régimen jurídico aplicable a la función administrativa del Tribunal
Fiscal de la Nación es el mismo que rige para toda la Administración
Pública Nacional. Sus actos —reglamentarios o individuales— están
sujetos a la Ley 19.549, a la intervención de los servicios jurídicos
permanentes, al deber de motivación y al control de legalidad.
Pretender lo contrario sería retroceder medio siglo, hacia aquella
época en que se confundía la autoridad con la infalibilidad y la
superintendencia con la excepción al derecho.
Con todo y lo anterior, decir que el acto es “estrictamente
jurisdiccional” equivale, en el fondo, a pronunciar una fórmula vacía
con el tono de quien quiere conjurar una duda que lo atormenta. Uno
imagina a los autores de ese voto refugiándose en la solemnidad del
adverbio —“estrictamente”— como si al repetirlo pudieran dotar de
sustancia a lo que no pasa de ser una sombra. Pero las sombras, por más
que se las declare jurisdiccionales, no dictan sentencias, ni notifican
partes, ni producen cosa juzgada. Si fuese estrictamente
jurisdiccional, debería tener el aire severo de una decisión que
clausura un litigio, que se impone por su forma y se perpetúa por su
ejecutoriedad. Sin embargo, el texto no resuelve nada: no hay parte
dispositiva, ni instrucción, ni siquiera una voluntad visible de
decidir. Apenas una frase: “consideramos que deben continuar las
subrogancias”. Es una confesión más que una resolución, el eco de una
opinión que se disfraza de autoridad.
Es por ello que uno se pregunta —con cierta melancolía de lector de
expedientes— a quién habría que notificar semejante acto
“estrictamente” jurisdiccional: ¿A las partes de todos los juicios? ¿O
al silencio mismo, que es el único destinatario de los actos que no
tienen cuerpo? Porque si se tratara verdaderamente de un fallo, su
destino sería la apelación; si fuera una decisión administrativa,
exigiría publicación. Pero no es ni lo uno ni lo otro. Es un
pensamiento al margen, una consideración que se cree decreto, un
suspiro de autoridad en medio de la nada” ³.
Siguiendo con el uso de la palabra, el Sr. Presidente preguntó a los
Sres. Vocales presentes si alguno de ellos deseaba ampliar los
fundamentos de su voto y/o debatir respecto del proyecto de voto
circulado mediante NO-2025-119240781-APN-SGAJ#TFN y la ampliación
distribuida mediante NO-2025-119455831-APN-SGAJ#TFN, recibiendo una
respuesta negativa.
Continuando en el uso de la palabra, el Sr. Presidente manifestó que
contaba con una ampliación de fundamentos para compartir y consultó si
los Sres. Vocales presentes estaban de acuerdo en que la misma fuera
leída en el Pleno. Ante ello, se le respondió que no era necesario
proceder a su lectura, disponiéndose que se incorporara directamente en
la transcripción escrita que integra la presente acta, lo cual se
cumple seguidamente.
“Sobre la voluntad en los órganos colegiados
Por medio de la nota NO-2025-119880350-APN-SGAI%TFN, la Secretaría
General de Asuntos Impositivos respondió a la solicitud efectuada por
esta Presidencia, informando de modo expreso que desde su designación
en el cargo, ocurrida el 1° de junio de 2018, únicamente intervino en
los plenarios conjuntos que se detallan en el referido documento, a
saber: “Consideración y alcance de la doctrina del fallo Schiffrin”
(19/6/18); “Modalidad de designación transitoria de Secretarios
Generales, Letrados y varios” (8/8/18); “Implementación del expediente
electrónico” (25/3/19); “Gasparrini, G.” sobre asignación de causa por
excusación (26/11/19); “Elección del Vocal subrogante de la Vocalía de
la 18ª Nominación” (17/2/22); y “Reglamento de Procedimiento ante el
Tribunal Fiscal de la Nación” (15/2/23).
En la citada nota se consigna, asimismo, con meridiana claridad, que la
Secretaría no ha intervenido en otros plenarios. De ello se desprende,
sin lugar a duda, que no existió ningún plenario de la Competencia
Impositiva en el que se hubiere tratado la cuestión vinculada a las
vocalías 3ª y 9ª.
Esta circunstancia torna incomprensible la afirmación inicial contenida
en el voto de la mayoría, según la cual “se reúnen los Vocales del
Tribunal Fiscal de la Nación (…) a efectos de considerar nuevamente la
particular situación de las Vocalías 3ª y 9ª que siguen vacantes a la
fecha”. En rigor, no existe antecedente alguno que justifique el empleo
del adverbio “nuevamente”, toda vez que no consta, en las actuaciones
ni en el registro institucional, una deliberación plenaria previa sobre
el asunto.
Semejante impropiedad formal no resulta un simple descuido redaccional,
sino una manifestación de desatención a las formas esenciales del
debido proceso adjetivo que gobierna la actuación del cuerpo colegiado.
La validez de la voluntad del Plenario no surge de la mera coincidencia
circunstancial de voluntades individuales, sino de su configuración
formal bajo las reglas procedimentales que el propio reglamento
establece.
En consecuencia, carece de sustento jurídico toda manifestación que
pretenda atribuir al Plenario Impositivo una existencia o continuidad
ficticia al margen de las previsiones reglamentarias, máxime cuando el
mismo reglamento es el que garantiza la legitimidad y publicidad de las
decisiones institucionales.
Resulta, por tanto, necesario dejar constancia expresa de que no se ha
verificado reunión plenaria válida ni antecedente alguno que autorice a
afirmar la existencia de una deliberación anterior sobre el punto,
correspondiendo restablecer el orden formal y la coherencia
institucional que son condición de validez del acto.
Tampoco resulta ajustado a la realidad afirmar —como se sostiene en el
voto de la mayoría— que “la alternancia anual prevista en el artículo
5° del Reglamento tiene como finalidad una adecuada y equitativa
distribución de la carga laboral”. Tal aseveración revela una lectura
parcial del precepto, pues si bien la equidad en la distribución del
trabajo puede ser uno de los fines que el reglamento procura, no
constituye el único ni el excluyente, y en modo alguno habilita a
desatender la literalidad de la norma cuando ésta es clara en su
mandato.
El texto del artículo 5° del Reglamento del Tribunal Fiscal establece
de manera terminante que “el reemplazo previsto en el artículo anterior
no podrá exceder de un año” y que, transcurrido dicho lapso, el
reemplazo deberá efectuarse sucesivamente y por igual plazo, siguiendo
el orden ascendente de las vocalías. Ello significa que la alternancia
no se configura como una mera política de organización interna, sino
como una obligación reglamentaria de carácter imperativo, orientada a
preservar la igualdad, la rotación institucional y la temporalidad del
ejercicio subrogante.
A mayor abundamiento, si el propósito fuera exclusivamente equilibrar
la carga de trabajo, no podría explicarse, por ejemplo, el caso
concreto del doctor Horacio Segura, quien, por aplicación estricta de
la regla reglamentaria, subrogará el próximo año la Vocalía número 14,
inmediatamente después de haber desempeñado la subrogancia en la
Vocalía número 18. Tal circunstancia que, por cierto, no sucede por
primera vez demuestra que la lógica de la norma no obedece a criterios
de distribución material del trabajo, sino a una rotación orgánica por
vocalía, que asegura la alternancia institucional y evita el
enquistamiento en cargos suplentes⁴.
En consecuencia, pretender justificar la prórroga de las subrogancias
vencidas bajo el argumento de la equidad laboral importa desconocer el
sentido teleológico y literal del reglamento, así como su naturaleza
normativa vinculante. La equidad no puede invocarse como excusa para
vulnerar la legalidad, ni la conveniencia práctica erigirse en fuente
de validez de los actos administrativos del cuerpo.
Por tanto, la continuidad de los vocales contadores más allá del plazo
reglamentario no encuentra amparo en el principio de equidad invocado,
ni en la pretendida finalidad distributiva, sino que constituye una
inobservancia directa del artículo 5° del Reglamento, cuya letra es tan
clara que no admite interpretación distinta sin incurrir en
arbitrariedad manifiesta.
Tampoco resulta correcto sostener —como se expresa en el voto de la
mayoría— que “en el caso de las vocalías de la 3ª y 9ª nominación,
dicha carga se encuentra repartida de la única forma posible en cabeza
de sus subrogantes naturales, toda vez que los únicos dos vocales con
la incumbencia profesional necesaria ya se encuentran cubriendo las
cuatro vocalías correspondientes a los contadores”. Tal afirmación se
presenta carente de sustento fáctico y jurídico, en tanto no se ha
demostrado ni justificado la supuesta imposibilidad de proceder a una
nueva rotación conforme lo dispone el artículo 5° del Reglamento del
Tribunal Fiscal.
En rigor, nada impediría que este Plenario, en la misma fecha, disponga
el intercambio de las vocalías subrogadas, preservando la estricta
observancia del principio de rotación anual sin imponer mayor carga
funcional a un vocal contador por sobre otro. El reglamento no consagra
derechos adquiridos sobre la subrogancia, ni autoriza su prórroga
discrecional, sino que establece una obligación rotativa de
cumplimiento objetivo y periódico.
La invocada “única forma posible” de distribución de tareas carece de
respaldo reglamentario y contradice el principio de legalidad que rige
la actuación colegiada. En efecto, el impedimento alegado no responde a
una verdadera imposibilidad jurídica ni material.
La propia redacción del artículo 6° del Reglamento contempla
expresamente los supuestos de imposibilidad, definiendo con precisión
el procedimiento de sustitución sucesiva en caso de vacancia o
impedimento. Por tanto, pretender fundar una excepción sobre una
supuesta imposibilidad no verificada equivale a introducir una dispensa
no prevista por la norma, vulnerando el principio de paralelismo de las
formas y la jerarquía procedimental del reglamento.
En definitiva, la decisión de mantener en sus funciones a los mismos
vocales contadores no se funda en una imposibilidad reglamentaria, sino
en una apreciación subjetiva de oportunidad, mérito y conveniencia,
ajena al ámbito de discrecionalidad permitido en materia de
organización interna, pues lo que el reglamento manda no puede quedar
librado a la voluntad coyuntural de los integrantes del cuerpo.
En cambio, puede compartirse parcialmente lo que supuestamente intentó
expresar la mayoría al afirmar que “el instituto del reemplazo anual
previsto en la norma citada resulta inoficioso⁵”.
Antes de proseguir, cabe hacer notar que el vocablo “inoficioso”
—heredero del latín inofficiosus— condensa una triple acepción que
atraviesa el Derecho y la moral del oficio. En el ámbito civil, designa
el acto que vulnera los derechos de los herederos forzosos o excede los
límites legales de disposición, como ocurre en las donaciones o
testamentos que desconocen la legítima hereditaria. En el plano moral o
funcional, califica los actos contrarios al deber, impropios de quien
ejerce un cargo público o un oficio que exige observancia del orden
normativo. En el lenguaje común, se aplica a aquello que carece de
provecho o utilidad frente a la finalidad que debía cumplir.
De ello se desprende que la inoficiosidad nunca puede predicarse del
cumplimiento del deber, sino tan solo de su omisión o de la
tergiversación interesada de su sentido.
En rigor, el acto verdaderamente inoficioso es el que, bajo apariencias
de prudencia o conveniencia, se aparta del mandato que la ley impone.
En efecto, algo inoficioso no equivale a algo permitido o jurídicamente
dispensable, sino simplemente a aquello que, en una determinada
coyuntura, puede considerarse inconveniente o carente de oportunidad
práctica.
La inoficiosidad pertenece, por su naturaleza, al plano de la
conveniencia política o institucional, no al de la validez normativa.
Lo inoficioso puede ser objeto de crítica, revisión o propuesta de
reforma, pero no de suspensión unilateral ni de inobservancia fáctica,
pues la inobservancia no constituye un medio legítimo de derogación
reglamentaria[6].
En tal sentido, el voto en disidencia acierta al reconocer que, si se
estimara necesaria una modificación transitoria del régimen de
reemplazos, la única vía institucionalmente válida consiste en disponer
su suspensión por razones de coyuntura, con fundamento en una decisión
plenaria expresa y bajo el principio de paralelismo de las formas.
Por consiguiente, la inoficiosidad alegada por la mayoría no puede ser
invocada como causa suficiente para la inaplicación del reglamento,
sino únicamente como argumento para su eventual revisión formal por el
órgano competente. La conveniencia no deroga la legalidad, y el juicio
de oportunidad no sustituye el deber de obediencia reglamentaria.
En suma, el reconocimiento de la inoficiosidad del reemplazo anual
refuerza la posición de este voto, en tanto evidencia que no existía
imposibilidad jurídica alguna, sino una valoración coyuntural de
conveniencia que, de haber sido tratada con la forma debida, hubiera
podido resolverse legítimamente mediante la suspensión temporal del
régimen vigente.
Con esto llegamos a que resulta impropio —por no decir jurídicamente
inaceptable— hablar de “subrogantes naturales”. Las funciones públicas
no emanan de la naturaleza, sino de la norma. Al llegar aquí tenemos
que el legislador es el mismo cuerpo que debe aplicar la regla que
dictó. El artículo 6 del RTFN, al prever los casos de imposibilidad, no
abre la puerta a la discrecionalidad sino a la excepcionalidad. Pues
este no es un supuesto de imposibilidad —que es objetiva—, sino de
oportunidad—que es subjetiva—.
En consecuencia, lo que importa observar es que la norma reglamentaria,
o bien es suspendida en sus efectos por decisión política del cuerpo, o
debe ser observada rigurosamente.
Así las cosas, corresponde exhortar a las autoridades competentes a
proceder sin dilaciones a la cobertura regular de las vacantes
subrogadas.
Cuanto hemos dicho hasta ahora permite observar que el cumplimiento de
la manda reglamentaria constituye una responsabilidad primaria e
indelegable del vocal que asume el cargo, en tanto su aceptación
implica la obligación de respetar los plazos y limitaciones temporales
fijados por el Reglamento. En efecto, el Reglamento, por su carácter
autoaplicativo, no requiere de un acto jurídico complementario que
disponga su cumplimiento para hacerlo efectiva, pues su vigencia es
inmediata y conocida por todos los miembros del cuerpo.
En ese sentido, cabe hacer notar que todo aquello que se encuentra
dentro del marco previsto por el Reglamento constituye materia propia
de la competencia funcional de la sala en la que actúa el vocal
subrogante. En cambio, distinta es la situación cuando la cuestión
sometida al análisis no se limita a aplicar el Reglamento, sino que
pretende establecer una excepción, morigerar su alcance o consagrar una
práctica que desborda su texto.
En tales condiciones, para comprender adecuadamente la cuestión
debatida resulta indispensable concebir el sistema normativo aplicable
como una cadena de validez y competencia, en la que cada eslabón
encuentra fundamento en el anterior y límite en el siguiente.
Así, el primer y más sólido eslabón de esa cadena lo constituyen la ley
11.683 y el Código Aduanero, que fijan la estructura orgánica del
Tribunal Fiscal de la Nación y determinan la integración de sus salas,
estableciendo los principios y procedimientos básicos de su
funcionamiento. El segundo lo conforma el decreto presidencial de
designación, por el cual el Poder Ejecutivo, en ejercicio de una
potestad constitucional y legalmente atribuida, nombra a las personas
que ocuparán las vocalías creadas por ley. Precisamente este acto, de
naturaleza administrativa, concreta el mandato legal y personaliza las
designaciones dentro del marco institucional prefigurado por la norma.
El tercer, de carácter complementario, lo constituye el Reglamento del
Tribunal Fiscal de la Nación, dictado en virtud del artículo 153 de la
ley 11.683, que precisa la forma en que las salas se organizan y
funcionan, disponiendo, entre otras cuestiones, cómo deben cubrirse las
vacancias o ausencias temporales mediante el sistema de subrogancias
anuales previsto en sus artículos 5 y 6.
Va de suyo que dicho reglamento asegura la continuidad y la regularidad
de la función jurisdiccional, sin que las eventuales contingencias
personales o institucionales afecten la marcha del Tribunal. En ese
entramado normativo, las decisiones vinculadas a la subrogancia se
insertan en el último tramo de la cadena ya que son actos de aplicación
administrativa reglada, dictados en cumplimiento de una previsión
general y abstracta que opera con fuerza autoaplicativa. Justamente
cuando el reglamento contempla la situación —como ocurre en el régimen
de subrogancias anuales—, la decisión es operativa por sí misma y no
requiere acto posterior alguno; pero cuando el reglamento no la prevé,
el pleno del Tribunal ejerce la competencia administrativa para
integrar o complementar el sistema, siempre dentro de los límites del
marco normativo vigente.
En definitiva, el sistema conforma una secuencia armónica: la ley crea
el órgano y fija sus bases, el decreto presidencial designa a sus
integrantes, el reglamento organiza su funcionamiento y el pleno aplica
o complementa esa organización dentro del marco de su competencia
administrativa. Sólo desde esa comprensión encadenada y jerárquica del
derecho se mantiene la coherencia institucional, la juridicidad de los
actos y la legitimidad del funcionamiento del Tribunal.
En consecuencia, mientras las salas son competentes para aplicar e
interpretar el Reglamento dentro de sus márgenes, sólo el pleno puede
revisar o apartarse de ella, asegurando que toda excepción se adopte
con fundamento institucional y con la mayoría necesaria que garantice
su legitimidad.
Sin embargo, en sentido contrario la unanimidad de los Vocales de la
Competencia Impositiva sostiene que el instituto del reemplazo anual
previsto en la norma citada resulta inoficioso y, justamente, frente a
esa abrumadora mayoría nada puede hacerse para conducir inmediatamente
al Tribunal bajo los márgenes reglamentarios.
Antecedentes
Conforme surge de los antecedentes obrantes en autos, a raíz de la
renuncia del Contador a cargo de la Vocalía N° 9, presentada el 25 de
septiembre de 2023, se produjo la necesidad de cubrir de manera
simultánea las Vocalías de Contadores N° 3 y N° 9 del Tribunal.
Dicha circunstancia generó, por primera vez desde la entrada en
vigencia del actual Reglamento del Tribunal Fiscal, una vacancia
concurrente en ambas vocalías de la misma incumbencia profesional, lo
que exigía una aplicación rigurosa del mecanismo de reemplazo previsto
en el artículo 5°, en cuanto a la sucesión ordenada y anual de las
subrogancias.
En efecto, el sistema reglamentario fue diseñado precisamente para
resolver contingencias de esta naturaleza, asegurando la continuidad
institucional sin menoscabar el principio de rotación periódica que
impide la permanencia indefinida de un mismo funcionario en carácter de
subrogante.
En consecuencia, la existencia simultánea de dos vacancias no
constituye causal suficiente para apartarse del texto reglamentario, ni
justifica la prórroga de las subrogancias vencidas, toda vez que el
reglamento establece con claridad el procedimiento de sustitución
sucesiva y el orden de prelación que deben observarse ante tales
supuestos.
Por tanto, la situación derivada de la renuncia del Contador titular de
la Vocalía N° 9 no habilita la inaplicación de la regla de rotación
anual, sino que refuerza su necesidad, en tanto instrumento de
equilibrio funcional y garantía de transparencia en la designación de
subrogantes dentro del Cuerpo.
Exégesis del reglamento
El artículo 5° del Reglamento de Procedimientos del Tribunal Fiscal, en
su texto vigente aprobado en el año 2023, establece un sistema de
rotación obligatoria, sucesiva y anual en materia de subrogancias,
estructurado sobre tres reglas encadenadas que conforman un verdadero
régimen de alternancia institucional.
En primer lugar, dispone de manera categórica que “el reemplazo
previsto en el artículo anterior no podrá exceder de un año”,
consagrando así un límite temporal expreso que impide la permanencia
indefinida de un vocal subrogante en una misma vocalía. Dicha
limitación no constituye una recomendación de buena práctica, sino una
prohibición normativa de carácter imperativo, que busca asegurar la
movilidad funcional y evitar la apropiación fáctica de cargos en
carácter transitorio.
En segundo término, el reglamento ordena que “transcurrido dicho lapso
el reemplazo se efectuará sucesivamente y por igual plazo, siguiendo el
orden ascendente de las Vocalías posteriores al primer Vocal
reemplazante, excluyendo a los integrantes de la Sala a la que
corresponda la Vocalía a reemplazar”. Este enunciado configura un
mecanismo objetivo y automático de reemplazo, cuyo propósito es
garantizar transparencia, previsibilidad y equidad en la distribución
de las subrogancias, eliminando cualquier discrecionalidad en la
elección de los reemplazantes.
Finalmente, el precepto culmina estableciendo que “el Vocal que haya
cumplido un reemplazo en las condiciones de los párrafos precedentes no
realizará un nuevo reemplazo anual en esa Vocalía hasta tanto hayan
intervenido como reemplazantes los demás Vocales en el orden señalado
en el primer párrafo”. Esta tercera regla refuerza el principio de
alternancia plena, impidiendo la reiteración anticipada de subrogancias
y consolidando el carácter rotativo del sistema como garantía
institucional de igualdad.
En conjunto, las tres disposiciones configuran un régimen cerrado y
taxativo, que no deja margen para interpretaciones discrecionales ni
excepciones implícitas. Cualquier apartamiento de su letra sólo puede
ser dispuesto por el órgano que dictó el reglamento —el Plenario— y
mediante un acto formal que respete el principio de paralelismo de las
formas.
Por ende, la invocación de razones de oportunidad, mérito o
conveniencia para justificar la continuidad de subrogantes más allá del
año reglamentario no encuentra amparo alguno en el texto del artículo
5°, cuya estructura normativa impone un deber claro, preciso y no
sujeto a interpretación extensiva.
Por un error que esta Presidencia reconoce, en un primer momento, se
supuso que la decisión de la Competencia Impositiva de no proceder a la
alternancia anual obedecía a una circunstancia fáctica singular,
consistente en que los contadores actualmente subrogantes habrían
iniciado sus respectivas funciones en fechas distintas⁷
En efecto, de haber mediado efectivamente esa diferencia temporal, nos
habríamos encontrado frente a un supuesto no previsto expresamente por
el Reglamento, es decir, ante un vacío normativo que habría requerido
una solución pragmática antes que dogmática. En tal hipótesis, el
cumplimiento literal de la manda reglamentaria habría conducido a un
contrasentido: un vocal contador se habría visto compelido a subrogar
tres vocalías en simultáneo, mientras que el otro habría continuado con
una sola, distorsionando así la lógica de equilibrio y alternancia que
inspira el régimen reglamentario.
Semejante situación —de haberse verificado— habría configurado un
verdadero absurdo jurídico, un resultado disvalioso que el principio de
razonabilidad y el sentido común se habrían negado a convalidar.
Sin embargo, verificada la inexistencia de tal diferencia temporal
entre los inicios de las subrogancias, desaparece toda justificación
para apartarse del texto del artículo 5°, pues no existe vacío
normativo alguno ni circunstancia excepcional que autorice la
inaplicación de la regla de rotación anual.
En consecuencia, el fundamento fáctico que pudo haber inspirado
inicialmente la decisión de no alternar carece hoy de sustento, y la
permanencia de los mismos vocales contadores en carácter de subrogantes
más allá del año reglamentario se traduce en una inobservancia directa
del reglamento, incompatible con la finalidad institucional de
transparencia, alternancia y periodicidad que la norma protege.
Sobre la obligación y la oportunidad
Desde esa óptica, la fidelidad al Reglamento no puede subordinarse a
consideraciones de oportunidad, ni aun bajo la excusa de evitar
dificultades prácticas. La historia institucional enseña que toda vez
que la oportunidad pretende desplazar al deber, el derecho se debilita
y la autoridad se confunde con el arbitrio. En consecuencia, el respeto
al principio de rotación no es una cuestión de discrecionalidad
operativa, sino una manifestación concreta del principio de legalidad
que rige el funcionamiento del Tribunal.
Sostener que debe aplicarse la letra de la ley cuando su cumplimiento
es posible no constituye una invención personal ni una pretensión de
rigorismo formal, sino la reafirmación de un canon sustantivo de
interpretación que la jurisprudencia de la competencia impositiva de
este Tribunal ha reconocido de manera pacífica y constante. En efecto,
los precedentes han reiterado que cuando la norma puede ser aplicada en
sus términos sin incurrir en absurdos ni contrariar su finalidad,
corresponde privilegiar su tenor literal como expresión primaria de la
voluntad normativa.
Desde esta perspectiva, apartarse del texto bajo el pretexto de la
conveniencia práctica o de la dificultad circunstancial equivaldría a
sustituir el mandato del reglamento por la discrecionalidad del
intérprete, lo cual resultaría incompatible con el principio de
legalidad que rige toda actuación jurisdiccional.
Así las cosas, el respeto a la letra no es un acto de obstinación, sino
de fidelidad institucional. Por añadidura, la observancia del texto
reglamentario cuando su cumplimiento es viable refuerza la
previsibilidad de las decisiones y consolida la seguridad jurídica
interna del Tribunal. En consecuencia, lejos de constituir una posición
personal, este criterio responde a una línea interpretativa sostenida y
razonada, en la que el deber prevalece sobre la comodidad y la norma
sobre la costumbre.
Por eso insisto: una cosa es suponer que la aplicación del principio de
rotación podía conducir —en un escenario excepcional— a que un contador
quedara transitoriamente a cargo de tres vocalías sobre cuatro,
situación ciertamente absurda e incompatible con la lógica de la
alternancia; y otra muy distinta es invocar la mera incomodidad
operativa de rotar como argumento para soslayar un mandato
reglamentario expreso.
En el primer caso, la dificultad se vincula con un obstáculo jurídico
real, una imposibilidad material de cumplimiento que exigiría una
solución interpretativa prudente. En el segundo, solo se alega una
molestia funcional, una resistencia práctica que nada tiene que ver con
la juridicidad. De ahí que confundir lo imposible con lo incómodo es,
en rigor, una forma de desnaturalizar la norma.
A decir verdad, los reglamentos no se dictan para satisfacer la
comodidad de sus destinatarios, sino para ordenar el ejercicio del
poder en condiciones de legalidad y equidad. Por consiguiente, cuando
el deber se vuelve incómodo, no por eso deja de ser deber; más bien se
prueba en su autenticidad. En definitiva, la rotación anual no es una
opción sujeta a conveniencias personales, sino una obligación impuesta
por la ley del equilibrio institucional.
Sobre la preeminencia de la interpretación literal
Ciertamente, el método de interpretación jurídica no admite la
sustitución de la letra por la finalidad, sino su armonización
prudente. Toda norma debe entenderse, ante todo, desde su texto, pues
en él se asienta la garantía de previsibilidad y el principio de
legalidad. La literalidad, en tanto punto de partida, constituye la
frontera que protege al derecho de la arbitrariedad hermenéutica.
Claramente, la interpretación no se agota en el texto, habidas cuentas
de que la finalidad de la norma —su ratio legis— ilumina el sentido del
precepto cuando la letra ofrece ambigüedad o conduce a resultados
manifiestamente absurdos o incompatibles con el sistema. La finalidad
no destruye la letra, la completa. Así lo impone el principio de
coherencia normativa, que exige leer cada disposición en armonía con el
resto del orden jurídico, evitando contradicciones o vacíos de
aplicación.
En ese sentido, el intérprete, por ende, debe atender tanto al tenor
literal como al espíritu de la ley, sin privilegiar uno al costo de
anular el otro. La letra fija el marco; la finalidad otorga dirección.
Si la norma admite varios sentidos razonables, se prefiere aquel que
mejor realiza el bien jurídico protegido o el fin de la institución.
Tal criterio no implica licencia para crear reglas nuevas, sino
ejercicio de fidelidad racional a la voluntad normativa. Por el
contrario, cuando el texto es claro, preciso y compatible con el
sistema, no resulta legítimo invocar la finalidad para alterarlo. La
interpretación finalista no puede operar contra legem, pues el
propósito de la ley se realiza dentro de sus límites lingüísticos.
En suma, la finalidad puede y debe orientar la inteligencia de la
norma, pero no imponerse sobre su letra. Ambas dimensiones coexisten en
una relación de equilibrio que asegura, a un tiempo, la justicia del
caso y la estabilidad del orden jurídico. Interpretar con finalidad es
dar vida al texto; imponer la finalidad sobre la letra, en cambio, es
sustituir al legislador por el intérprete. Por ello, el deber de los
jueces consiste en hallar, dentro de los márgenes del lenguaje
normativo, el sentido que mejor realice la finalidad legítima sin
quebrantar la forma legal.
En efecto, la primera fuente de exégesis de la ley es su letra,
conforme reiterada doctrina de la Corte Suprema de Justicia de la
Nación, según la cual, cuando la prescripción legal es clara, no
corresponde apartarse de su texto ni crear excepciones no contempladas
por el legislador. Tal principio, expresado de manera uniforme en
precedentes como “Sandoval, Antonio Eduardo y otros” (Fallos:
346:1501), “Yacylec S.A.” (Fallos: 346:683), “Pioneer Argentina SRL”
(Fallos: 347:83), “Astillero Naval Federico Contessi SACIFAN” (Fallos:
347:1223) y “Loyola, Sergio Alejandro” (Fallos: 348:113), impone al
intérprete el deber de aplicar directamente la norma cuando su sentido
es nítido, prescindiendo de consideraciones extratextuales o
finalidades no expresamente previstas.
Tal orientación responde al principio republicano, por el cual el juez
no puede erigirse en legislador ni atribuirse la facultad de corregir
la voluntad normativa bajo pretexto de justicia del caso concreto. De
hacerlo, sustituiría el mandato legal por su propia valoración
subjetiva, incurriendo en arbitrariedad.
En consecuencia, la interpretación finalista es subsidiaria y no
supletoria de la literalidad. Opera para completar, no para sustituir.
La regla es clara: cuando la ley dice lo que dice de modo inequívoco,
el intérprete debe aplicarla tal como está redactada. Solo cuando la
oscuridad, la omisión o el absurdo se manifiestan, cabe acudir a la
finalidad para reconstruir el sentido que mejor preserve la coherencia
del orden jurídico. La verdad es que apartarse de esta pauta, invocando
fines extratextuales, equivaldría a prescindir del texto sin declararlo
inconstitucional y/o ilegal, vulnerando el principio de juridicidad y
comprometiendo la seguridad jurídica. Por ello, corresponde reafirmar
que la primera fuente de interpretación es la letra de la ley, y que la
finalidad—aunque relevante como criterio auxiliar— no puede imponerse
sobre ella sin quebrantar la función institucional del juez y el
equilibrio de los poderes del Estado.
En tales condiciones, cabe señalar que la supuesta “duda semántica”
respecto de la obligación de rotación anual es, en rigor, una
construcción destinada a justificar la inobservancia de un mandato
reglamentario categórico. El texto del artículo 5 del Reglamento del
Tribunal Fiscal no deja resquicio para la interpretación: “El reemplazo
previsto en el artículo anterior no podrá exceder de un año”. La
expresión “no podrá exceder” no admite elasticidad, ni cuantitativa ni
temporal. Significa lo que dice: cumplido el año, el reemplazo debe
cesar.
El reformado artículo 6, lejos de abrir una puerta interpretativa,
refuerza esa exigencia. Regula los casos especiales de imposibilidad, y
precisamente por hacerlo, delimita el ámbito de las excepciones. El
presupuesto de la norma es la imposibilidad real y objetiva de cumplir
el régimen de reemplazo —vacancia, impedimento o ausencia insalvable—.
En otras palabras, la reforma no introduce una duda, sino que elimina
cualquier pretexto para desconocer el límite temporal.
Por tanto, ironizando con precisión jurídica, la única duda semántica
posible sería determinar si el año de rotación debe medirse según el
calendario gregoriano, el lunar o el hebreo. Porque en todo lo demás,
el sentido es inequívoco: la rotación es anual, forzosa y sucesiva.
Todo intento de reinterpretarla en clave discrecional equivale a
reescribir la norma bajo pretexto de aplicarla.
En definitiva, quien pretende encontrar ambigüedad donde hay mandato
incurre en una falacia hermenéutica: transforma la claridad de la ley
en materia opinable para perpetuar una situación. Frente a ello, la
única lectura compatible con el principio de juridicidad es aquella que
entiende la rotación como un deber estricto, cuyo incumplimiento no se
excusa por razones de conveniencia funcional, sino que exige restituir
la regularidad reglamentaria y la igualdad en el ejercicio de las
funciones. Para mí no ofrece duda que el primer imperativo del operador
jurídico consiste en acatar la letra de la norma. La interpretación
puede matizar o armonizar, pero jamás suprimir el mandato que el texto
impone. Este Tribunal Fiscal de la Nación, en forma constante y
uniforme a través de todas las Salas de su competencia impositiva, ha
sostenido que la primera regla de interpretación de la ley es la
literalidad de su texto.
Sobre la interpretación de la jurisprudencia
Tal principio, recogido de la doctrina reiterada de la Corte Suprema de
Justicia de la Nación, constituye una garantía esencial de certeza y
seguridad jurídica en la aplicación del derecho, en tanto preserva la
voluntad del legislador frente a eventuales desplazamientos
hermenéuticos de origen judicial. Entre muchos otros casos, así lo ha
expresado la Sala A en “Mar del Mar Export S.A.” (Expte.
IF-2023-102247200-APN-VOCII#TFN, 30/08/2023), al recordar que “la
primera fuente de exégesis de la ley es su letra y cuando ésta no exige
esfuerzos de interpretación debe ser aplicada directamente, con
prescindencia de consideraciones que excedan las circunstancias del
caso expresamente contempladas por la norma” (Fallos: 311:1042). En
igual sentido, la misma Sala —en “Move Concerts Argentina S.A.”
(IF-2022-52056354-APN-VOCII#TFN, 23/05/2022)— reafirmó que “la primera
regla de interpretación de las leyes es dar pleno efecto a la intención
del legislador y la primera fuente para determinar tal voluntad es la
letra de la ley” (Fallos: 299:167; 306:796; 300:700; 295:376). Idéntica
orientación ha mantenido la Sala B reiterando que la letra de la norma
constituye la fuente primaria y directa de su inteligencia. Así se
sostuvo en “Finma S.A.I.F.” (INLEG-2022-96130407-APN-VOCIV#TFN,
11/09/2022), recordando que la exégesis legal debe comenzar en su texto
y aplicarse sin añadir elementos ajenos al caso contemplado, conforme
la doctrina de Fallos 312:2079. La misma línea puede observarse en
“Padrevita, Juan Pablo” (INLEG-2022-53283446-APN-VOCIV#TFN,
26/05/2022), “Telecom Argentina S.A.”
(INLEG-2023-74654773-APN-VOCIV#TFN, 28/06/2023), “Lutz, Juan Jacobo”
(INLEG-2023-89209581-APN-VOCIV#TFN, 01/08/2023) y “Fideicomiso Los
Alisos” (INLEG-2025-67327363-APN-VOCIV#TFN, 22/06/2025), donde se
enfatizó que “la literalidad de la norma es clara, y resulta de
aplicación lo dicho reiteradamente por la Corte en cuanto a que la
primera regla de interpretación de un texto legal es asignar pleno
efecto a la voluntad del legislador, cuya fuente inicial es la letra de
la ley” (Fallos: 297:142; 299:93; 301:460; 320:1600). También la Sala
C, en la ha reproducido esta doctrina en “Raposo, José Antonio”
(IF-2023-121900545-APN-VOCVIII#TFN, 11/10/2023) y “Alfred C. Toepfer
International Argentina S.R.L.” (INLEG-2024-20527475-APN-VOCIV#TFN,
26/02/2024), reafirmando que la primera regla de interpretación es dar
pleno efecto a la intención del legislador y que la primera fuente para
determinar esa voluntad es la letra misma de la ley (Fallos: 299:167;
306:796; 300:700).En consecuencia, este cuerpo no puede dejar de
advertir que la convergencia de todos estos precedentes, provenientes
de distintas salas y vocalías, demuestra una pauta jurisprudencial
unívoca, conforme a la cual el punto de partida —y, cuando el texto es
claro, también el punto final— de la interpretación normativa debe ser
su letra. Ello responde no solo a una exigencia metodológica, sino
también a una concepción constitucional del Estado de Derecho, en la
que la administración y los jueces actúan dentro del marco de
legalidad, y la función hermenéutica no puede devenir un ejercicio de
creación normativa. En ese sentido resulta inequívoco que la
uniformidad de criterio entre las Salas Impositivas de este Tribunal
demuestra una orientación constante y respetuosa de la legalidad, en
virtud de la cual la interpretación literal no es una opción dogmática
sino una exigencia del principio de legalidad. Es por ello que la
claridad del texto debe conducir a su aplicación directa, sin añadidos
ni elipsis, pues cuando el legislador ha hablado con precisión, el juez
debe escuchar con humildad.
Sobre la vigencia de las Acordada 2420/13
Sentado lo que antecede, en relación a cómo debe interpretarse el
reglamento, debe hacerse notar que tampoco guarda asidero considerar
baladí el tratamiento de la cuestión so pretexto que la postura
propiciada recoge el criterio adoptado oportunamente en la Acordada
2420/2013 de este tribunal ante una situación similar.
En efecto, el principio de paralelismo de las formas impone una
consecuencia ineludible: ninguna modificación, excepción o prórroga
puede válidamente establecerse sino mediante acto emanado del mismo
órgano que dictó el Reglamento, es decir, el Plenario del Tribunal
Fiscal, observando las mismas formalidades y el mismo grado de
publicidad que le otorgaron legitimidad originaria.
En tal sentido, toda alteración dispuesta por vías informales, por
interpretación extensiva o por mera tolerancia práctica carece de
eficacia jurídica, pues no puede un acto de jerarquía inferior alterar
la voluntad normativa del órgano superior sin incurrir en desviación de
poder. Desde esta perspectiva, el principio de paralelismo no es una
simple regla de técnica administrativa, sino una garantía de coherencia
institucional que preserva la unidad del cuerpo, impide la
desnaturalización del Reglamento y asegura la igualdad de trato entre
todos los miembros del Tribunal, evitando que la norma se torne
patrimonio de quienes circunstancialmente la aplican. Por añadidura,
este principio reafirma que la legitimidad no se hereda por uso ni se
consolida por costumbre: se renueva cada vez que el órgano actúa
conforme a sus propias reglas, sin atajos ni excepciones. Solo de ese
modo el Tribunal puede ser fiel a su palabra normativa y preservar la
confianza que la ley depositó en su estructura colegiada.
Probablemente la situación actual es parangonable a aquella que
motivara la Acordada 2420/2013. En ese momento histórico, ante un
escenario similar, el Tribunal consideró imprescindible adoptar una
decisión plenaria formal, con la debida publicación en el Boletín
Oficial de la Nación, asegurando así la validez normativa, la
transparencia institucional y la participación del cuerpo colegiado en
su conjunto. En consecuencia, si se reconoce que la situación es
análoga, también debe reconocerse que el procedimiento para su
resolución debe ser el mismo, esto es, mediante intervención del pleno
y publicación en el Boletín Oficial, único modo de conferirle fuerza
jurídica, transparencia institucional y coherencia con los principios
republicanos que rigen el funcionamiento del Tribunal.
Ahora bien, la Acordada 2420/13 no sólo careció de naturaleza normativa
general, sino que tampoco pudo producir efectos regulares hacia el
futuro, de manera que no procede invocarla como fuente para casos
sobrevenidos.
A mayor abundamiento, desde la sanción del Reglamento del Tribunal
Fiscal del 26 de junio de 2023, su eficacia jurídica quedó plenamente
desplazada, ya que el artículo 67 establece la derogación de acordadas
anteriores en lo que se contrapongan, con lo cual se asegura la
prevalencia de la nueva arquitectura reglamentaria y se impide la
inercia de prácticas inconciliables con su letra y su propósito.
En ese sentido, se impone un mínimo de coherencia en la fundamentación.
No resulta admisible, bajo ningún prisma de razonabilidad jurídica,
sostener la existencia de una competencia jurisdiccional y, al mismo
tiempo, invocar una acordada pretérita para resolver una situación
presente.
En efecto, quien afirma actuar con potestad jurisdiccional no puede,
sin incurrir en abierta contradicción, ampararse en un acto de
naturaleza administrativa para suplir la falta de decisión normativa
actual. Pocos casos existen donde una decisión jurisdiccional disponga
sine die para el futuro. En rigor, se pretende conferir simultáneamente
efectos normativos permanentes y efectos jurisdiccionales de cosa
juzgada a una Acordada, cuyo contenido se limitó a resolver una
cuestión puntual de superintendencia administrativa —de aquellas que,
precisamente, nos toca tratar en esta instancia plenaria—.
Tal pretensión desafía la lógica más elemental del Derecho Público.
Para mí es evidente que una Acordada administrativa no crea derecho ni
proyecta efectos perpetuos, del mismo modo que una sentencia
jurisdiccional no se perpetúa más allá del caso que decide. Confundir
ambos planos —el normativo y el jurisdiccional— no solo distorsiona la
estructura del orden jurídico, sino que debilita el principio de
legalidad que constituye el cimiento de toda función pública.
En ese panorama, parecen confundir el stare decisis con la mera
reiteración burocrática. Pretenden atribuir autoridad de cosa juzgada y
efectos normativos a una Acordada que, a todas luces, no posee
naturaleza jurisdiccional ni contiene una ratio decidendi aplicable a
casos futuros. El principio de stare decisis —que en el derecho
anglosajón significa “mantenerse en lo decidido”— exige la existencia
de una decisión judicial fundada en razones de derecho, no de
oportunidad administrativa. Nada hay más contrario a ese principio que
pretender derivar precedentes de una decisión carente de motivación
jurídica, dictada en ejercicio de la superintendencia y no de la
jurisdicción.
Conclusión
En definitiva, resulta asimismo absolutamente incorrecto sostener —como
lo hace el voto de la mayoría— que no resulta pertinente proceder a la
rotación dispuesta por el artículo 5° del Reglamento. Tal afirmación
denota una confusión conceptual que conduce a una errónea justificación
de la inobservancia normativa. En efecto, lo pertinente pertenece al
campo de lo debido, permitido o prohibido, es decir, a la esfera de la
juridicidad; mientras que lo conveniente o inconveniente se ubica en el
plano de la oportunidad o de la política institucional.
Por consiguiente, no puede calificarse como “no pertinente” aquello que
la norma expresamente ordena, pues lo debido no deja de serlo por el
solo hecho de resultar incómodo o poco práctico en una coyuntura
determinada. La pertinencia está definida por la obligación
reglamentaria, y no por la conveniencia de quienes deben cumplirla.
Como se ha señalado, el instituto de la rotación anual previsto en el
artículo 5° no constituye una simple directriz organizativa, sino un
mandato imperativo de cumplimiento objetivo, destinado a preservar la
alternancia institucional y evitar la permanencia indefinida de los
subrogantes. La norma impone un deber jurídico, no una opción
discrecional.
En consecuencia, aun cuando pueda admitirse que la rotación resultaba
coyunturalmente inconveniente o de difícil implementación práctica,
ello no la convierte en “no pertinente”, sino en un deber cuya
ejecución podía ser temporalmente suspendida mediante una decisión
formal del Plenario, fundada en razones excepcionales y adoptada
conforme al principio de paralelismo de las formas.
En definitiva, la diferencia entre lo debido y lo conveniente no es una
cuestión semántica sino institucional: lo primero obliga, lo segundo
orienta. La mayoría ha confundido ambos planos, sustituyendo el deber
jurídico por la apreciación política, y en tal error ha fundado una
conclusión contraria al reglamento y al orden jurídico interno del
cuerpo”.
Acto seguido, el Dr. Miguel N. LICHT se dirigió al Sr. Vocal Héctor
Hugo JUAREZ a los fines de que indicara el sentido de su voto, a lo
cual el mencionado Vocal respodió que adhería a lo sostenido por los
Sres. Vocales GARBARINO y SARQUIS.
Nuevamente en uso de la palabra, el Sr. Presidente se dirigió a los
Sres. Vocales de las Salas Impositivas - Dres. Armando MAGALLON, Laura
Amalia GUZMAN, José Luis PEREZ, Pablo Alejandro PORPORATTO, Viviana
MARMILLON, Claudio Esteban LUIS, Edith Viviana GOMEZ, Agustina
O’DONNELL, Daniel Alejandro MARTÍN-, a fin de solicitarles que
precisaran cúal sería la parte dispositiva de su voto, teniendo en
cuenta la forma en que el mismo había sido redactado. Como respuesta,
se indicó que la parte resolutiva se encontraba en el último párrafo
del voto, el cual fue leído en voz alta por algunos de los presentes y
cuya transcripción textual se inserta a continuación: “Por ello,
consideramos que deben continuar las subrogancias de los vocales
contadores como hasta el momento, sin que resulte pertinente rotación
alguna”.
En función de la votación que antecede, por mayoría, los señores Vocales
ACORDARON:
ARTÍCULO 1º.- Continuar las subrogancias de los vocales contadores como
hasta el momento, sin que resulte pertinente rotación alguna.
ARTÍCULO 2º.- Regístrese, publíquese en el Boletín Oficial y archívese.
Siendo las 10:30 hs se da por concluido el acto.
Laura Amalia Guzman - Armando Magallon - Jose Luis Perez - Pablo
Alejandro Porporatto - Viviana Marmillon - Claudio Esteban Luis - Edith
Viviana Gomez - Agustina O’Donnell - Daniel Alejandro Martín - Hector
Hugo Juarez - Pablo Adrian Garbarino - Claudia Beatriz Sarquis - Miguel
Nathan Licht
[1] Por Decisión Administrativa 1325/2022 se aprobó la estructura
organizativa de primer nivel operativo del TRIBUNAL FISCAL DE LA
NACIÓN, de conformidad con el Organigrama y las Responsabilidades
Primarias y Acciones, que como ANEXOS I (IF-2022-113332566-APN-TFN#MEC)
y II (DI-2022-113332017-APN-TFN#MEC) formaban parte integrante de la
decisión administrativa. Allí se dispone expresamente que es
responsabilidad primaria de la Dirección de Asuntos Jurídicos: Entender
en los aspectos jurídicos de las materias de competencia del TRIBUNAL
FISCAL DE LA NACIÓN, como así también en el control previo de
legitimidad y de legalidad de los actos y de los proyectos de actos
administrativos sometidos a su consideración. Asimismo, se dispone
entre sus acciones: 1. Ejercer el control previo de legalidad y
legitimidad de los proyectos de actos administrativos a ser dictados
por las autoridades del Organismo. 2. Dirigir la elaboración,
aplicación, modificación y reglamentación de normas jurídicas para el
desarrollo de las actividades del Organismo. 3. Emitir los dictámenes
jurídicos previos al dictado de los actos administrativos a ser
suscriptos por funcionarios/as del Organismo.
En ese contexto, resulta cuanto menos llamativo que se cuestione la
intervención de la Dirección de Asuntos Jurídicos para dictaminar sobre
la procedencia de la convocatoria. En ese sentido, convendría recordar
que la prudencia no se mide por la severidad con que se objeta, sino
por la coherencia con que se actúa.
En verdad, antes de impugnar la forma del dictamen, hubiera sido útil
repasar con detenimiento la decisión administrativa que aprobó la
estructura orgánica del Tribunal, donde se delimitaron con claridad las
competencias y funciones de sus órganos desconcentrados. De esa
lectura, se desprende que la intervención de la Dirección de Asuntos
Jurídicos no constituye un exceso ni una intromisión, sino el
cumplimiento elemental del deber de asistencia técnica previsto por la
norma.
En definitiva, la legalidad no se defiende con adjetivos ni con
sospechas, sino con procedimientos. Por consiguiente, desconocer la
competencia de quien tiene la responsabilidad de dictaminar equivale a
desoír la propia arquitectura institucional que el Tribunal ha
aprobado. Paradójicamente, quienes ahora invocan el reglamento como
escudo parecen olvidar que el respeto a la forma empieza por conocerla.
Corresponde hacer notar que los insólitos cuestionamientos dirigidos a
esta presidencia por haber solicitado la intervención de la Dirección
de Asuntos Jurídicos a fin de que dictamine sobre la competencia del
órgano para dictar una resolución son, en verdad, más reveladores de
una lamentable confusión conceptual que de una genuina discrepancia
jurídica. En efecto, exhiben una errónea comprensión del principio de
juridicidad, cuya vigencia no admite excepciones ni intermitencias
según la naturaleza del asunto o la jerarquía del funcionario que
intervenga.
Conviene recordar que el principio de juridicidad, expresamente
reconocido en el artículo 19 de la Constitución Nacional y desarrollado
en los artículos 1°, 7° y 8° de la Ley 19.549, exige que toda actuación
estatal se funde en el derecho. No hay zonas exentas de control ni
ámbitos liberados de legalidad. La competencia, en ese sentido, no es
una prerrogativa de quien actúa sino una habilitación que le otorga el
orden jurídico. De ahí que la intervención del servicio jurídico no
constituya una cortesía ni un trámite accesorio, sino una condición de
validez del acto.
Sin embargo, persiste cierta tendencia a trivializar la consulta
jurídica, como si su omisión fuese una cuestión de oportunidad, de
estilo o de conveniencia. Esa visión desconoce que el dictamen previo
cumple una función estructural en la garantía del debido proceso
administrativo, pues permite anticipar y corregir vicios de
competencia, de forma y de motivación antes de que el acto nazca a la
vida jurídica.
Más aún, algunos operadores parecen haber naturalizado la idea de que
la jurisdicción administrativa se encuentra emancipada del bloque de
legalidad por la sola circunstancia de “administrar justicia”. Tal
postura incurre en una contradicción insalvable: administrar justicia
en sede administrativa exige aplicar el derecho con un rigor reforzado,
precisamente para demostrar que la función decisoria no se ejerce al
margen del orden jurídico, sino en su cumplimiento más estricto.
Desde esta perspectiva, la solicitud de intervención de la Dirección de
Asuntos Jurídicos constituye un acto de transparencia institucional,
orientado a asegurar que la decisión sea adoptada dentro de los límites
de la competencia y conforme a los procedimientos reglamentarios. La
prudencia, en este contexto, no equivale a indecisión; es la expresión
misma de la racionalidad jurídica.
La confusión entre lo conveniente y lo razonable, entre lo oportuno y
lo debido, se revela, así como el síntoma de un deterioro conceptual
del principio de juridicidad. Lo conveniente responde al cálculo
coyuntural o al interés de gestión; lo razonable, en cambio, se asienta
en el derecho y en la proporcionalidad. Lo oportuno puede ser relativo;
lo debido es invariable, porque dimana del deber legal.
Es sorprendente que operadores jurídicos avezados desconozcan lo dicho
por la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en fallo reciente de 21
de noviembre de 2024, dictado en los autos “Asociación Civil
Universidad del Salvador c/ Inspección General de Justicia
359207/7902016 s/ recurso directo a cámara” (Expte. CIV
4753/2019/1/RH1), en donde reafirmó que la exigencia del dictamen
jurídico previo integra el debido proceso adjetivo en sede
administrativa.
En ese precedente —de indiscutible actualidad— el Máximo Tribunal
destacó que la omisión del dictamen del servicio jurídico permanente
constituye un vicio esencial no saneable, pues compromete la
juridicidad del acto y su validez formal. Subrayó que el control
judicial posterior no convalida la falta de esa instancia de legalidad
previa, ya que el dictamen tiene carácter preceptivo y cumple una
función preventiva de errores que no puede suplirse ex post.
La Corte sostuvo, en palabras textuales, que “el cumplimiento de los
requisitos del artículo 7° de la Ley 19.549 no es un formalismo vacío,
sino una exigencia que se corresponde con la garantía constitucional
del debido proceso en el ámbito administrativo”. Por tanto, dispuso
revocar la decisión que había convalidado la omisión del dictamen,
remarcando que la consulta jurídica constituye una actuación
preparatoria esencial de la voluntad administrativa. (Ver Corte Suprema
de Justicia de la Nación, “Asociación Civil Universidad del Salvador c/
IGJ”, Expte. CIV 4753/2019/1/RH1, 21/11/2024, en Boletín Jurídico N.º
20/2024, Secretaría de Jurisprudencia, argentina.gob.ar
[2] En la Roma antigua, los consiliarii advertían a los prefectos que
el poder sin consejo era locura con sello. Siglos después, en los
Consejos Reales del absolutismo, los juristas ya sabían que el monarca
podía errar, pero el dictamen quedaba como testamento de la razón. Hoy,
en pleno siglo XXI, parecería que volvemos a los caprichos, aunque con
membrete electrónico. La tecnología acelera los actos, pero no los
legitima. El dictamen sigue siendo, como en Roma, la brújula del poder.
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Nación. El Derecho.
[4] Quien suscribe subrogó en el año 2022 la Vocalía N° 18 y en el año 2024 la Vocalía N° 14.
[5] El término inoficioso, tanto en su acepción técnica como en su
contenido moral, alude a aquello que resulta contrario al oficio o al
deber que éste impone. Justamente lo que se espera de los operadores
jurídicos es el cumplimiento del deber y no una conducta “inoficiosa”.
De seguro, mis colegas no quisieron afirmar que su intención es
incumplir el deber reglamentario, bajo el pretexto de razones prácticas
o de conveniencia circunstancial. La inoficiosidad, en rigor, reside en
la omisión de cumplir el mandato, no en su observancia. En tal sentido,
la afirmación de que la rotación sería inoficiosa constituye una
contradicción en los términos, ya que transforma el cumplimiento del
deber en su negación y eleva la conveniencia a categoría de eximente
jurídica. En este marco, la permanencia indefinida de un mismo vocal en
funciones de subrogante es lo verdaderamente inoficioso, pues
distorsiona la lógica de alternancia y debilita la legitimidad
institucional del Tribunal.
[6] Tal vez aquí tengamos un buen ejemplo de porque resultaba impropio
caracterizar a la decisión que nos incumbe como “estrictamente”
jurisdiccional. No podría explicarse de ninguna manera la apelación a
parámetros de oportunidad, mérito y conveniencia para fundar una
decisión jurisdiccional. Ninguna duda cabe que las decisiones
jurisdiccionales no pueden sostener sobre criterios de oportunidad.
Antes bien, deben resultar una derivación razonada del derecho y de los
hechos. Hablar de inoficioso
[7] A lo anterior se sumaba la legítima expectativa —compartida por
buena parte del cuerpo— de que se convocaría en breve a concurso para
cubrir las vacantes existentes. En aquel momento, esa esperanza operaba
como un atenuante razonable, pues se confiaba en que el procedimiento
de selección restablecería en poco tiempo la normalidad institucional.
Sin embargo, el paso de los meses disipó aquella expectativa, y lo que
en un principio se percibía como una situación transitoria se
transformó en un estado prolongado de excepcionalidad que el reglamento
no autoriza ni la prudencia puede justificar. En otras palabras, la
buena fe que inicialmente podía amparar la demora terminó cediendo ante
la evidencia de la inacción, y con ello la irregularidad perdió su
carácter tolerable para adquirir un signo de persistencia institucional.
e. 05/11/2025 N° 83780/25 v. 05/11/2025