TRIBUNAL FISCAL DE LA NACIÓN

Acordada 2/2025

ACORA-2025-2-APN-TFN#MEC

Ciudad de Buenos Aires, 03/11/2025

En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, a los 29 días del mes de octubre de dos mil veinticinco, siendo las diez horas, se reúnen los Vocales miembros del TRIBUNAL FISCAL DE LA NACIÓN, Miguel Nathan LICHT, Armando MAGALLON, Laura Amalia GUZMAN, José Luis PEREZ, Pablo Alejandro PORPORATTO, Viviana MARMILLON, Claudio Esteban LUIS, Edith Viviana GOMEZ, Agustina O’DONNELL, Daniel Alejandro MARTÍN, Héctor Hugo JUAREZ, Pablo Adrián GARBARINO y Claudia Beatriz SARQUIS, con motivo de la convocatoria a Plenario dispuesta mediante la RESOL-2025-111-APN-TFN#MEC y cuyo temario único consiste en la “Determinación del régimen aplicable a la rotación anual de los Vocales Contadores, en atención a la actual composición funcional del Cuerpo”.

Abierto el acto, el Dr. LICHT señaló que, a fin de definir el quórum, correspondía tener en cuenta que el Sr. Vocal Juan Manuel SORIA se encontraba ausente. Asimismo, indicó que el Vocal Christian Marcelo GONZÁLEZ PALAZZO se hallaba demorado, previéndose su arribo para las 10:16 horas aproximadamente, y que el Vocal Horacio Joaquín SEGURA se encontraba en igual situación, estimándose su llegada a las 11 horas.

Dicho esto, el Sr. Presidente propuso postergar el comienzo del Plenario hasta que se sumaran al Cuerpo los Sres. Vocales GONZÁLEZ PALAZZO y SEGURA, consulta que fue sometida a la consideración de los Vocales presentes. Luego de un breve intercambio, la propuesta no fue acompañada por los Vocales presentes quienes resolvieron iniciar el Acuerdo y que los Dres. mencionados se fueran incorporando a medida que arribaran, razón por la cual se dio inicio al Pleno sin la presencia de los Sres. Vocales citados al inicio de este párrafo.

Siguiendo con el esquema propuesto por el Sr. Presidente, se transcribe a continuación el voto que los Sres. Vocales Armando MAGALLON, Laura Amalia GUZMAN, José Luis PEREZ, Pablo Alejandro PORPORATTO, Viviana MARMILLON, Claudio Esteban LUIS, Edith Viviana GOMEZ, Agustina O’DONNELL y Daniel Alejandro MARTÍN, remitieron por escrito a la Secretaría General de Asuntos Jurisdiccionales, el cual fue puesto en conocimiento de la totalidad de los Sres. Vocales de este Tribunal Fiscal de la Nación mediante NO-2025-119127640-APN-SGAJ#TFN, con fecha 27 de octubre del corriente. El texto del aludido voto reza:

“En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, a los 29 días del mes de octubre de 2025, siendo las 10 horas, se reúnen los Vocales del Tribunal Fiscal de la Nación, cuyas firmas obran al pie de la presente, a efectos de considerar nuevamente la particular situación de las Vocalías 3º y 9º que siguen vacantes a la fecha. La totalidad de los Vocales integrantes de la competencia impositiva: abogadas Laura Guzman, Viviana Marmillon, Edith Gomez, Agustina O’Donnell; abogados Armando Magallon, José Luis Pérez, Claudio Luis y contadores públicos Daniel Martín y Pablo Porporato dijeron: Que previo a expedirnos sobre el motivo de la convocatoria al presente Plenario nos vemos en la necesidad de señalar que la Secretaría de Asuntos Jurisdiccionales, en oportunidad de dar tratamiento a la nota elevada por la Presidencia, ha dado incorrecta intervención al Servicio Jurídico de este Tribunal (vid. NO2025-113648401-APN-SGAI#TFN). En efecto, al tratarse de un acto estrictamente jurisdiccional no deben tener injerencia las Direcciones que sólo tienen competencia en temas administrativos (cfr. Art. 151 de la ley N° 11.683 –t.o. en 1998 y sus modificaciones-). En relación al tema de la convocatoria, teniendo en cuenta que la alternancia anual prevista en el art. 5° del Reglamento tiene como finalidad una adecuada y equitativa distribución de la carga laboral, y que en el caso de las vocalías de la 3° y 9° nominación dicha carga se encuentra repartida de la única forma posible en cabeza de sus subrogantes naturales, toda vez que los únicos dos vocales con la incumbencia profesional necesaria ya se encuentran cubriendo las 4 vocalías correspondientes a los contadores; el instituto del reemplazo anual previsto en la norma citada resulta inoficioso, ya que un intercambio de los mismos vocales -mientras persistan estas circunstancias fácticas- no sólo no reduciría la carga laboral de los vocales actuantes, sino que además, implicaría una afectación negativa del normal desenvolvimiento de la actividad jurisdiccional del tribunal. Esta postura ya aplicada recoge el criterio adoptado oportunamente en la Acordada 2420/2013 de este tribunal ante una situación similar.

Por ello, consideramos que deben continuar las subrogancias de los vocales contadores como hasta el momento, sin que resulte pertinente rotación alguna”.

A continuación, se hace lo propio con el voto que los Sres. Vocales Miguel Nathan LICHT, Pablo Adrián GARBARINO y Claudia Beatriz SARQUIS remitieron por escrito a la aludida Secretaría General. Con fecha 27 de octubre del corriente, dicho proyecto de voto fue circulado a la totalidad de los Sres. Vocales de este Tribunal Fiscal de la Nación mediante NO-2025-119240781-APN-SGAJ#TFN. Seguidamente, se incluye la versión textual del proyecto de voto:

“VISTOS:

La situación de las subrogancias ejercidas por los Contadores Dres. Pablo Porporatto y Daniel Martín en las vocalías de la 3ª y 9ª Nominación, respectivamente, y

CONSIDERANDO:

I. Que dichas subrogancias han superado el plazo de un año previsto en el artículo 5 del Reglamento del Tribunal Fiscal de la Nación, sin haberse dictado el acto formal de renovación correspondiente al vencimiento operado el 25 de septiembre de 2024.

II. Que sin embargo se verifica una vocación unánime de los vocales impositivos de mantener la actual integración de las salas.

III. Que, en tales condiciones, y aun cuando durante el período en que la situación subsistió no se formularan objeciones, corresponde regularizar la situación a efectos de restablecer la plena juridicidad del régimen de subrogancias, garantizando la coherencia normativa que ampara la validez de los actos del Tribunal.

IV. Que, en ese sentido, en ejercicio de su potestad de autogobierno, este Plenario puede disponer, de modo excepcional y prudencial, la suspensión temporal del régimen de rotación.

POR ELLO,

EL PLENARIO DEL TRIBUNAL FISCAL DE LA NACIÓN

RESUELVE:

Artículo 1° — Regularizar al 25 de septiembre de 2024, las subrogancias de los Dres. Pablo Porporatto (3ª Nominación) y Daniel Martín (9ª Nominación), reconociendo la validez de los actos dictados desde aquella fecha.

Artículo 2° — Suspender, por excepción, la aplicación del límite temporal de un año previsto en el artículo 5 del Reglamento, exclusivamente respecto de los mencionados vocales, mientras persistan las vacantes y se mantenga el acuerdo unánime de los vocales de la competencia impositiva.

Artículo 3° — Regístrese, comuníquese, publíquese en el Boletín Oficial de la República Argentina y archívese”.

Por su parte, el Dr. Miguel N. LICHT amplió los fundamentos de su voto, por escrito, los cuales fueron distribuidos a la totalidad de los Sres. Vocales de este Tribunal Fiscal de la Nación mediante NO-2025-119455831-APN-SGAJ#TFN. Seguidamente, se inserta el texto correspondiente a la referida ampliación de voto.

“La presidencia del Tribunal Fiscal de la Nación convocó al Plenario de Vocales mediante la Resolución RESOL- 2025-111-APN-TFN#MEC. Para así decidir, previo a todo, tomó intervención la Dirección de Asuntos Jurídicos del ente, a fin de dictaminar sobre la legalidad de su disposición¹. El acto de administración citado y la decisión que adopte el pleno es perfectamente parangonable en su encuadramiento jurídico y sus efectos a lo actuado por el Consejo de la Magistratura, en cuanto la ley aplicable le confiere la atribución de dictar los reglamentos necesarios para la administración del Poder Judicial, incluyendo la cobertura transitoria de vacantes, la subrogancia de magistrados y la organización funcional de los tribunales inferiores. Por su parte, el artículo 153 de la Ley de Procedimientos Tributarios dispone:

Reglamento

ARTICULO 153 — El TRIBUNAL FISCAL DE LA NACION dictará reglas de procedimiento que complementen las disposiciones de esta ley, a fin de dar al proceso la mayor rapidez y eficacia. Dichas reglas serán obligatorias para el TRIBUNAL FISCAL y las personas que actúen ante él, desde su publicación en el Boletín Oficial y podrán ser modificadas para ajustarlas a las necesidades que la práctica aconseje.

El Presidente del TRIBUNAL FISCAL DE LA NACION podrá dictar normas complementarias del Reglamento de Procedimientos del Tribunal, tendientes a uniformar trámites procesales y cuestiones administrativas cuando no se encuentren previstos en el mismo.

En sentido, ambas disposiciones, separadas en su texto, pero convergentes en su finalidad, revelan una misma arquitectura institucional: la necesidad de que los órganos de justicia —ya sean judiciales o cuasi judiciales— dispongan de potestades reglamentarias propias, orientadas a asegurar la continuidad del servicio jurisdiccional y la juridicidad de su actuación.

En consecuencia, ninguna duda cabe respecto de que esas atribuciones son de naturaleza distintas a las jurisdiccionales que ejerce el Tribunal Fiscal y que encuentran su cauce en otro precepto legal.

Distribución de Expedientes – Plenario

ARTICULO 151 — Distribución de Expedientes. Plenario. La distribución de expedientes se realizará mediante sorteo público, de modo tal que los expedientes sean adjudicados a los vocales en un número sucesivamente uniforme; tales vocales actuarán como instructores de las causas que les sean adjudicadas.

Cuando una cuestión de derecho haya sido objeto de pronunciamientos divergentes por parte de diferentes salas, se fijará la interpretación de la ley que todas las salas deberán seguir uniformemente de manera obligatoria, mediante su reunión en plenario. La convocatoria deberá realizarse dentro de los sesenta (60) días de estar las vocalías en conocimiento de tal circunstancia, o a pedido de parte en una causa. En este último caso, una vez realizado el plenario se devolverá la causa a la sala en que estuviere radicada para que la sentencie, aplicando la interpretación sentada en el plenario.

La convocatoria a Tribunal Fiscal de la Nación pleno será efectuada de oficio o a pedido de cualquier sala, por el Presidente o el Vicepresidente del Tribunal Fiscal, según la materia de que se trate.

Cuando la interpretación de que se trate verse sobre disposiciones legales de aplicación común a las salas impositivas y aduaneras, el plenario se integrará con todas las salas y será presidido por el Presidente del Tribunal Fiscal de la Nación.

Si se tratara de disposiciones de competencia exclusiva de las salas impositivas o de las salas aduaneras, el plenario se integrará exclusivamente con las salas competentes en razón de la materia; será presidido por el Presidente del Tribunal Fiscal de la Nación o el Vicepresidente, según el caso, y se constituirá válidamente con la presencia de los dos tercios (2/3) de los miembros en ejercicio, para fijar la interpretación legal por mayoría absoluta. El mismo quórum y mayoría se requerirá para los plenarios conjuntos (impositivos y aduaneros). Quien presida los plenarios tendrá doble voto en caso de empate.

Cuando alguna de las salas obligadas a la doctrina sentada en los plenarios a que se refiere el presente artículo entienda que en determinada causa corresponde rever esa jurisprudencia, deberá convocarse a nuevo plenario, resultando aplicable al respecto lo establecido precedentemente.

Convocados los plenarios se notificará a las salas para que suspendan el pronunciamiento definitivo en las causas en que se debaten las mismas cuestiones de derecho. Hasta que se fije la correspondiente interpretación legal, quedarán suspendidos los plazos para dictar sentencia, tanto en el expediente que pudiera estar sometido al acuerdo como en las causas análogas.(Artículo sustituido por art. 232 de la Ley N° 27430 B.O. 29/12/2017. Vigencia: el día siguiente al de su publicación en el Boletín Oficial y surtirán efecto de conformidad con lo previsto en cada uno de los Títulos que la componen. Ver art. 247 de la Ley de referencia.)

En efecto, las competencias que en esta instancia está llamado a ejercer el Plenario no tienen naturaleza jurisdiccional, habidas cuentas de que no se ejercen en el contexto de un expediente ni fijan interpretación legal sobre una cuestión contenciosa.

En ese orden de ideas, es revelador que tanto el Consejo de la Magistratura como el Tribunal Fiscal ejercen potestades materialmente legislativas dentro de la función administrativa. No son simples órganos de ejecución, sino centros normativos de autogobierno, facultados para dictar reglas generales que complementan la ley en materias orgánicas y procedimentales. Sus reglamentos no son actos jurisdiccionales —pues no deciden litigios— ni actos administrativos individuales —pues no resuelven casos concretos—, sino actos normativos de alcance general, que delimitan el modo en que la función jurisdiccional se organiza, se ejerce y se garantiza. En esa zona de intersección entre la ley y la administración, la potestad reglamentaria cumple una función de legislación de la ejecución, propia del Estado de Derecho moderno.

En este contexto, las resoluciones del Consejo de la Magistratura —que aprueben el Reglamento de Subrogancias de los Tribunales Inferiores de la Nación— y los reglamentos dictados por el Tribunal Fiscal se encuentran en una relación de paridad funcional. Ambos son actos institucionales de gobierno jurisdiccional, formalmente administrativos, pero materialmente normativos, cuya validez depende de su conformidad con la ley habilitante y del respeto al principio de juridicidad.

En tales condiciones, si bien la emisión de un dictamen jurídico previo no resulta un requisito de validez ni un presupuesto procedimental exigible por el ordenamiento, no obstante, la eventual intervención del servicio jurídico, cuando mediare, constituye una manifestación de prudencia institucional, orientada a fortalecer la deliberación colectiva y asegurar la transparencia del proceso reglamentario, pero su ausencia no genera vicio alguno ni invalida la decisión adoptada.

En rigor, el Tribunal Fiscal ejerce una doble naturaleza funcional: es administrativo en su estructura orgánica y jurisdiccional en la función que desempeña cuando resuelve controversias concretas. Pero en la medida en que dicta reglamentos, interpreta sus normas o dispone la integración de sus salas, actúa materialmente como administración pública, dentro de la órbita del derecho administrativo y bajo el control de juridicidad previsto por la Ley Nacional de Procedimientos Administrativos.

Esta conclusión no deriva solo de la lógica institucional, sino también del marco normativo expreso. El artículo 1° de la LNPA (Ley 19.549), conforme la reforma introducida por la Ley 27.742 (Ley de Bases), dispone que sus preceptos “se aplicarán directamente a la Administración Pública nacional centralizada y descentralizada (…) y también a los órganos del Poder Legislativo, del Poder Judicial y del Ministerio Público de la Nación cuando ejerzan actividad materialmente administrativa”. El Tribunal Fiscal, como órgano administrativo con función jurisdiccional, queda comprendido en esa disposición cada vez que actúa fuera del ejercicio de su función decisoria, tal como ocurre en el caso de la convocatoria plenaria o del dictado de su reglamento. Nunca pues más expresivo que, inclusive, la Corte Suprema de Justicia de la Nación se encuentra sujeta al régimen de la LNPA cuando dicta actos de administración interna, tales como reglamentaciones sobre ferias, licencias, subrogancias o disposiciones presupuestarias, toda vez que en tales supuestos no ejerce jurisdicción, sino función de gobierno institucional.

Al respecto, debe hacerse notar que la fórmula del artículo 1 de la LNPA reafirma la vigencia de un principio que se remonta a la concepción clásica del derecho administrativo francés: la unidad del régimen procedimental del Estado. Todo acto de la Administración central o de sus entes descentralizados debe sujetarse al mismo código de procedimiento, salvo que una ley especial —por su materia o naturaleza— imponga reglas propias. Allí donde el Estado actúe administrativamente —es decir, gestionando recursos, contratando, otorgando permisos o sancionando disciplinariamente—, rigen las garantías del procedimiento administrativo, cualquiera sea la rama del poder que las ejerza.

En definitiva, el Reglamento de Procedimientos del Tribunal Fiscal es, en su naturaleza jurídica, una manifestación de delegación impropia de facultades legislativas, conferida por el Congreso en virtud del artículo 75 inciso 32 de la Constitución Nacional, que autoriza a dictar “todas las leyes y reglamentos que sean convenientes para poner en ejercicio los poderes antecedentes”. Se trata, en consecuencia, de una delegación impropia, pues no transfiere el poder legislativo material —lo que el artículo 76 CN prohíbe—, sino la potestad técnica de desarrollo y ejecución de la ley, subordinada al principio de legalidad y a la jerarquía normativa que dimana del artículo 31 de la Constitución. El Tribunal, al dictar su reglamento, no legisla, sino que administra; no crea derecho nuevo, sino que ordena su aplicación.

Frente a todo lo expuesto, he sentido, lo confieso, una mezcla de tristeza y estupor. Porque no se trata de una diferencia de criterios, sino de algo más hondo: una orfandad absoluta en materias esenciales de Derecho Administrativo, una desmemoria institucional que hiere la razón y lastima el alma de las normas. Este es uno de esos casos en que la realidad se impone como una bofetada suave pero persistente, recordándonos que incluso los templos del Derecho pueden desmoronarse cuando quienes los habitan olvidan su liturgia más básica.

Debiéramos considerar que existen decisiones que no son opinables, porque el Derecho no se funda en opiniones sino en estructuras. El dictamen jurídico previo no es un gesto, es una muralla contra el error. Es la respiración del principio de juridicidad, el último refugio del sentido común en los laberintos del poder. Cuestionar su existencia es confundir la libertad con la licencia, la autonomía con el capricho, la función jurisdiccional con el voluntarismo administrativo. El mejor modo de explicar las cosas es que la ley —esa vieja matrona que aún vela por nosotros— es clara. El artículo 7 de la Ley Nacional de Procedimientos Administrativos impone el dictamen previo como requisito esencial. Detengámonos, pues, en que lo hace no para satisfacer a burócratas amantes del sello y la carpeta, sino para recordar que toda decisión pública debe pasar primero por el tamiz de la razón jurídica antes de convertirse en voluntad institucional.

Sin embargo, algunos prefirieron la arrogancia del desconocimiento. Y lo que más inquieta no es solo la ignorancia, sino la audacia de reprochar al que cumplió con su deber. Porque a veces el desconocimiento, cuando se disfraza de autoridad, se vuelve imprudente. Ya se comprende que la imprudencia, en quienes tienen el poder de decidir, es una forma de violencia silenciosa. Eso no es todo. A esa carencia se le ha sumado la imprudencia del reproche. Se censura al Presidente por pedir asesoramiento legal, como si la legalidad fuera un obstáculo, como si la observancia de la ley pudiera constituir una falta.

Qué paradoja, entonces, que ahora se reproche el dictamen, cuando en su momento se pidió auxilio jurídico a la misma dirección que hoy se desdeña. ¿Qué clase de coherencia puede sostener un cuerpo que desprecia públicamente lo que en privado solicita? He dicho muchas veces que el Derecho no es un conjunto de artículos fríos, sino una forma de respiración civilizatoria. Cuando se olvida su pulso, se degrada la palabra justicia. Y lo que ocurre aquí no es un mero desacuerdo, sino que es una muestra de decadencia técnica y de desdén por el orden institucional. Porque un juez que no comprende el sentido del dictamen no podrá nunca exigir juridicidad a la Administración. Un cuerpo que cuestiona la legalidad por exceso de prudencia termina abrazando la arbitrariedad por comodidad. En un mañana cercano, un tribunal que se atreve a burlarse del procedimiento está cavando su propia nulidad con manos de soberbia.

De seguro, en el curso de esta búsqueda, el Presidente que pide un dictamen honra la ley, al derecho y la historia.

Los que lo censuran, en cambio, olvidan que las instituciones se sostienen en la humildad del conocimiento y no en el ruido del poder. Lo que hoy hemos visto no es una controversia: es una señal. Una de esas que avisan que el Derecho puede morir no por la furia de los tiranos, sino por la indolencia de los cultos.

En efecto, pocas imágenes más desoladoras que la de una Administración que decide en silencio, sin consejo ni advertencia, como un caminante que avanza de noche sin linterna. Cada vez que un órgano estatal dicta un acto sin haber escuchado el dictamen jurídico, el Estado se priva de su conciencia. Lo hace, quizás, con la vana ilusión de que el apuro es eficacia; cuando en verdad, es torpeza legal vestida de premura. Lo ha dicho Cassagne (2013): “El procedimiento es un requisito esencial de todo acto administrativo” (p. 17). No una formalidad, sino la respiración misma de la juridicidad. Precisamente, entre esas formas esenciales, el dictamen jurídico es la voz interior de la Administración, su pausa razonada antes del salto al vacío de la decisión. Nada más peligroso que un poder sin pausa, habidas cuentas de que nada más republicano que una Administración que se detiene a escuchar a su jurista antes de obrar. Toda forma estatal debe justificarse en su método. En la letra del artículo 7, inciso d) de la Ley Nacional de Procedimientos Administrativos (LNPA), se esconde una verdad mayor: que el derecho no se cumple al final del acto, sino en el modo de construirlo. Por eso el procedimiento previo es más que trámite: es la ceremonia de la razón pública.

En ese sentido, Fiorini (1976) distinguía entre el debido proceso adjetivo —protector del particular— y el debido procedimiento administrativo —garantía de legalidad estatal—. Ambos confluyen en una sola idea: la decisión legítima no nace del poder, sino del respeto. En el mismo temperamento años después se hizo notar que el dictamen jurídico, como subraya Cassagne (2013), es la piedra angular de ese edificio invisible que impide que el acto administrativo se derrumbe por vicio interno. Decidir sin dictamen es como firmar sin haber leído: un acto de fe, pero en el error. Bielsa (1955) —ese humanista que todavía creía que el derecho podía educar al poder— advertía que el asesoramiento jurídico no es adorno sino progreso institucional. “El gobernante, cualquiera sea la esfera en que actúa, rara vez tiene la preparación jurídica, ni financiera ni económica, que el cargo exige” (p. 265).

Sucede que, en efecto, la función consultiva no se concibió para subordinar, sino para iluminar. Si la Administración prescinde del dictamen, se traiciona a sí misma. Si un funcionario rehúsa oír al jurista, está confesando que no quiere saber. De seguro, la ignorancia deliberada es la forma más sofisticada de ilegalidad. Por eso la ley impone el dictamen no para llenar papeles, sino para preservar la dignidad de la decisión. Quien decide sin consulta, convierte la función pública en aventura personal. Cabe repetirlo, el dictamen no es un ornamento. Es causa del acto. Así lo explica Barra (2006): el elemento cognoscitivo contenido en el dictamen debe integrarse a la determinación de los hechos y al derecho aplicable (p. 542). Sin esa causa jurídica previa, el acto carece de raíz, toda vez que no existe legalidad sin reflexión. No cabe decisión legítima sin ese antecedente intelectual que el jurista aporta desde la prudencia, no desde la obediencia.

Por ello, Villegas Basavilbaso (1950) lo definió como hecho administrativo; Cassagne (2011) lo precisó como acto interno, preparatorio, parte del proceso de gestación de la voluntad estatal. Pero más allá de la taxonomía, el dictamen es lo que impide que la administración actúe como autómata. Un Estado que no se piensa antes de obrar es un Estado que ya ha empezado a errar.

En esa comprensión, cabe destacar que la ley es tajante. El artículo 7 de la LNPA exige, como requisito esencial, el dictamen proveniente de los servicios permanentes de asesoramiento jurídico cuando el acto pueda afectar derechos o intereses legítimos. Pero Cassagne (2013) va más allá al afirmar que debe requerirse siempre, incluso si no hay derechos comprometidos, porque la función consultiva no protege solo al administrado, sino al Estado mismo (p. 23). Omitir el dictamen es, entonces, omitir el derecho y el silencio del asesor puede convertirse en elgrito de la nulidad. Marienhoff (2003) no vaciló en declararlo: la falta de dictamen previo es vicio esencial que acarrea nulidad absoluta del acto administrativo. Un acto sin dictamen es como un edificio sin cimientos. Puede erigirse, pero caerá al primer viento del control judicial.

En tales condiciones, corresponde hacer notar que la función consultiva tiene un adversario antiguo: la prisa del poder. El jurista habla despacio. El burócrata apurado lo considera obstáculo. Pero la lentitud del derecho es la velocidad de la justicia. El dictamen obliga al poder a justificar su acto, a mirarse en el espejo del principio de legalidad y del deber de razonabilidad. La legalidad, si no se revisa con razón, degenera en rutina. Por eso la función consultiva es el puente entre la forma y la justicia. Cassagne (2013) insiste: la finalidad del dictamen previo no es evitar responsabilidades del Estado, sino promover actos legítimos, justos, razonables y fieles al interés público (p. 30). El interés público, recuerda Escola (1989), no es el interés del gobierno, ni del partido, ni del funcionario: es la coincidencia voluntaria de los intereses de todos. Por eso el jurista estatal debe recordar, cada vez que dicta, que su función no es agradar a la autoridad, sino servir a la comunidad.

La experiencia nos enseña —y la práctica institucional lo confirma— que allí donde el asesoramiento previo se diluye, florece la confusión normativa, la multiplicidad de criterios y la erosión de la seguridad jurídica. Por eso, este Cuerpo colegiado debe asumir la defensa del dictamen jurídico como garantía republicana. No se trata de un ritual, sino que se trata de un principio.

Justamente, si el Tribunal Fiscal de la Nación pretende ser ejemplo de juridicidad administrativa, no puede consentir que acto alguno se dicte sin el debido dictamen previo. El respeto al asesor jurídico no disminuye la autoridad del decisor. La ennoblece. El que decide después de escuchar no renuncia a su poder; lo legitima².

Por todo lo expuesto, reafirmo que el dictamen jurídico previo no es un trámite, sino el acto fundacional de la juridicidad administrativa. Su omisión no solo vulnera la ley 19.549, sino el principio republicano mismo, porque disuelve la distancia entre voluntad y capricho. Sin dictamen, la administración decide a ciegas. Con dictamen, decide con prudencia. Precisamente en tiempos donde la política pretende velocidad a cualquier costo, el derecho debe recordar que la justicia necesita demora.

A esta altura del razonamiento, solo una obstinación dogmática o una incomprensión supina del orden jurídico podría llevar a confundir la naturaleza de los actos del Pleno. Efectivamente, pretender que toda actuación del Plenario es “jurisdiccional” y que únicamente los actos del Presidente poseen carácter “administrativo” revela una lectura invertida de la ley, cuando no una negación lisa y llana de su texto. Tal tesis —que algunos pronuncian con tono de catecismo— desconoce lo elemental: que la función del Pleno se despliega en un doble registro, jurisdiccional cuando fija doctrina en los términos del artículo 151 de la Ley 11.683, y administrativa cuando ejerce su poder de organización interna, de conformidad con los artículos 153 y 66 del Reglamento.

¿O acaso —me pregunto con sincera perplejidad— han leído los inquisidores normativos el artículo 66, que literalmente dispone que “el Pleno podrá dictar un Reglamento interno que contendrá normas complementarias al presente”? De seguro, si lo hubiesen leído —y comprendido— sabrían que ese texto no es un permiso decorativo sino una habilitación explícita para el ejercicio de potestades reglamentarias, es decir, administrativas en sentido material.

De modo que corresponde exigirles, a quienes con desparpajo califican de “jurisdiccional” todo acto del Pleno, que señalen al menos un autor serio de la doctrina argentina o comparada que respalde semejante extravagancia. Que citen, con nombre y página, a un administrativista, procesalista o constitucionalista que haya sostenido que el dictado o tratamiento de un reglamento interno constituye el ejercicio de una función jurisdiccional. Yo, por mi parte, no conozco ninguno. Y temo que ellos tampoco.

En efecto, decidir quién ha de ocupar una subrogancia no es —como algunos insisten con obstinación doctrinal digna de mejores causas— un acto jurisdiccional, sino una disposición complementaria del Reglamento, comprendida expresamente en el artículo 66.

La designación de un subrogante no resuelve conflictos de derecho entre partes, no fija interpretación normativa, ni produce efectos erga omnes en materia contenciosa. Por el contrario, ordena el funcionamiento interno del órgano, preserva la continuidad del servicio y asegura que la justicia fiscal no quede suspendida por razones de ausencia o vacancia.

Afirmar que semejante decisión es jurisdiccional equivale a confundir la pluma del juez con la lapicera del administrador. La jurisdicción decide causas; la administración decide quién decide.

La subrogancia —en su sustancia jurídica— pertenece a la zona de gobierno del Tribunal, no a su competencia contenciosa. Es, por tanto, una manifestación de la potestad reglamentaria que la ley reconoce al Pleno conforme el artículo 153 de la Ley 11.683 y el propio artículo 66 de su Reglamento. Su tratamiento o resolución no difiere, en lo esencial, de la aprobación de un reglamento interno o de una norma de feria judicial: todas son decisiones de autogobierno normativo, no de jurisdicción.

Así lo demuestra la práctica comparada. En el Poder Judicial, el Consejo de la Magistratura —que también es órgano de gobierno y no de sentencia— dicta los reglamentos sobre subrogancias, concursos, licencias y administración presupuestaria. Nadie en la doctrina ha sostenido que ese ejercicio sea jurisdiccional. ¿Por qué habría de serlo, entonces, en el Tribunal Fiscal, cuya naturaleza administrativa es aún más explícita?

En consecuencia, cuando el Pleno decide sobre la cobertura de una subrogancia, no juzga a las partes, sino que organiza el órgano; no aplica el derecho, sino que garantiza su aplicación futura. El acto que así dicta es, sin ambages, una disposición complementaria del Reglamento, emanada del poder de autogobierno que el ordenamiento reconoce a este Cuerpo.

Por ello conviene subrayarlo con toda claridad: confundir la potestad de reglamentar con la de juzgar es el primer paso hacia la anarquía institucional. Porque cuando la administración deja de reconocerse como tal, la ley deja de saber quién la obedece.

Dicho con propiedad, el acto por el cual el Pleno decide quién ha de ocupar una subrogancia se inscribe en el ámbito de la superintendencia administrativa. No es jurisdicción ni trámite procesal; es la expresión del poder de gobierno interno del órgano. Esa potestad —que no depende de litigio alguno— permite al Tribunal asegurar su continuidad funcional, distribuir tareas, reglamentar licencias, organizar turnos y, en fin, velar por la regularidad del servicio de justicia fiscal.

La superintendencia es al órgano lo que la conciencia es al individuo: un principio de orden interno que no juzga a terceros, sino que gobierna sobre sí mismo. Así ocurre en la Corte Suprema, cuando dicta sus Acordadas sobre ferias; en las Cámaras Federales, cuando aprueban sus reglamentos de funcionamiento; y, por evidente analogía, en este Tribunal Fiscal de la Nación, cuando decide cómo cubrir una vacante o cómo rotar sus vocalías.

A mayor abundamiento, no está de más recordar que la propia Corte Suprema de Justicia de la Nación, al dictar sus Acordadas sobre subrogancias —entre ellas las Nros. 10, 54, 62, 84, 86 de 1993, 46 de 1994 y 38 de 1995—, ha reconocido expresamente que tales actos se emiten en ejercicio de su superintendencia administrativa. En ellas no se dirime controversia alguna ni se aplica el derecho a un caso concreto; se regula la integración de los tribunales orales, la designación de reemplazantes y el modo de sorteo de causas, con el único propósito de garantizar la continuidad del servicio judicial.

La Corte, al hacerlo, no actúa como tribunal de justicia, sino como órgano de gobierno del Poder Judicial. Y si tal carácter tiene en la cúspide del sistema, con mayor razón lo tiene este Tribunal Fiscal de la Nación —órgano administrativo con función jurisdiccional—, cuando decide cuestiones análogas de subrogancia o integración.

Afirmar lo contrario sería desconocer la más elemental lógica del derecho público: si el órgano jurisdiccional por excelencia reconoce que subrogar es administrar, ¿con qué autoridad doctrinaria podría sostenerse que el Tribunal Fiscal, al hacerlo, juzga?

Nada hay de jurisdiccional en ello. Nadie reclama, nadie es condenado, nadie obtiene un derecho subjetivo frente al Estado. Lo que hay es administración institucional, guiada por la ley y reglamentada por el propio cuerpo.

No escapa al sentido común jurídico la razón por la cual la Corte Suprema de Justicia de la Nación no requiere dictamen previo cuando dicta un reglamento o decide una cuestión de superintendencia. No lo necesita porque es cabeza de Poder, y su potestad normativa emana directamente de la Constitución Nacional —artículos 108 y 113—, no de una ley procedimental. Su régimen es constitucional, no administrativo. Sujeción tiene, por cierto, pero sólo a la Carta Magna, no a la Ley Nacional de Procedimientos Administrativos. Otra cosa muy distinta ocurre con este Tribunal Fiscal de la Nación, que no es vértice de poder alguno ni órgano supremo del orden jurídico tributario. Su potestad reglamentaria es de naturaleza derivada, limitada por la ley que lo crea y por los principios de juridicidad y control administrativo. Por eso, cuando la Presidencia o el Pleno dictan resoluciones reglamentarias, sí deben sujetarse al principio del debido procedimiento administrativo.

Esperemos, sin embargo, que ninguno de mis colegas haya confundido el aire solemne de esta Sala con la atmósfera del Salón de Acuerdos de la Corte, ni se haya dejado tentar por el espejismo de creerse depositario de una supremacía tributaria que el orden jurídico jamás le confirió. Conviene recordar, por simple cortesía con la Constitución, que el Tribunal Fiscal de la Nación no es cabeza de poder, sino órgano de la administración, y que en esa condición debe ceñirse —como todos los que ejercen funciones públicas— al principio de juridicidad y al control de legalidad que deriva de la Ley Nacional de Procedimientos Administrativos.

Por eso, cuando el Pleno actúa en este ámbito, no aplica justicia: la preserva. Y al hacerlo ejerce la función más discreta y, a la vez, más trascendente del Estado de Derecho: la superintendencia administrativa, esa vieja palabra que resume, con elegancia jurídica, la idea de que hasta los jueces necesitan reglas para gobernarse.

En ese sentido, la distinción entre función jurisdiccional y función administrativa no es una creación de laboratorio ni una sutileza semántica: es la piedra angular del Estado de Derecho. Como enseña Rey Vázquez (2022), presidente de la Corte Suprema de la Provincia de Corrientes, todo órgano del Estado —incluso los judiciales— participa de las tres funciones clásicas, pero sólo ejerce jurisdicción en sentido formal cuando resuelve litigios y dicta sentencias definitivas. Todo lo demás —desde aprobar un presupuesto hasta designar un subrogante— pertenece al ámbito de la función administrativa o de superintendencia, sometida a un régimen jurídico común de derecho público (p. 25-26).

Bajo esa lógica, los actos del Pleno que deciden sobre subrogancias, integraciones o rotaciones no son jurisdiccionales, porque no emanan del ejercicio de la potestad de juzgar, sino del poder de gobernar la propia organización. Son, como bien dice el citado autor, manifestaciones de “la función administrativa que coadyuva al ejercicio de la función judicial” (Rey Vázquez, 2022, p. 2).

La jurisprudencia más reciente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación también reconoce que los actos administrativos dictados en ejercicio de superintendencia son revisables judicialmente, precisamente porque son actos administrativos, no jurisdiccionales (Charpin, Osvaldo José René c/ EN – Poder Judicial de la Nación, Fallos: 331:536, 2008). Esta evolución —señala Rey Vázquez (2022, p. 5)— corrige aquella antigua doctrina que pretendía blindar las decisiones de superintendencia bajo el pretexto de la “condición suprema del Tribunal”.

En tal sentido, el propio Hutchinson (2010) recordaba que el artículo 113 de la Constitución Nacional otorga a la Corte Suprema la facultad de dictar su reglamento interno y económico y de nombrar sus empleados, reconociendo así que esa potestad es administrativa, no jurisdiccional, aunque se ejerza dentro del Poder Judicial. La superintendencia, entonces, es la manifestación institucional del principio de autogobierno, pero dentro del marco del derecho administrativo.

El Tribunal Fiscal de la Nación, en tanto órgano administrativo con funciones jurisdiccionales, se encuentra exactamente en esa posición. Cuando resuelve causas, juzga; pero cuando dicta reglamentos, designa subrogantes o aprueba disposiciones internas, administra. Pretender lo contrario sería, en palabras de Rey Vázquez (2022, p. 3), confundir el sentido formal del acto con su apariencia material, algo que el derecho no tolera, porque la naturaleza de un acto no se define por su nombre sino por su régimen jurídico.

Por ello, las decisiones del Pleno sobre subrogancias son actos de superintendencia administrativa, equiparables—en su naturaleza y efectos— a las acordadas de la Corte Suprema que organizan la justicia nacional. Y así como la Corte ejerce esa función por mandato constitucional (arts. 108 y 113 CN), el Tribunal Fiscal lo hace por delegación legal (art. 153 de la Ley 11.683).

Como lo recuerda Revidatti (1984) citado por Rey Vázquez (2022, p. 2-3), la función administrativa se caracteriza por la ejecutoriedad y la autoaplicación de sus actos, en contraposición con el proceso declarativo propio de la jurisdicción. Ello explica por qué el Reglamento del Tribunal Fiscal —como todo reglamento administrativo— produce efectos sin necesidad de acto complementario, y por qué las decisiones que lo aplican, como las de subrogancia, son operativas de pleno derecho.

Incluso la experiencia comparada lo confirma. La Corte Suprema de Corrientes, en sus Acuerdos 11/2019 y 05/2020, dictó protocolos de oralidad, reglamentos de turnos y normas sobre subrogancias en ejercicio de su función de superintendencia. Nadie ha sostenido que tales actos sean jurisdiccionales; se los ha calificado, con toda propiedad, como reglamentos administrativos de organización del servicio de justicia (Rey Vázquez, 2022, pp. 12-15).

El principio de unidad del régimen procedimental —proclamado por Rey Vázquez (2022, p. 25) y sostenido por toda la doctrina argentina desde Marienhoff hasta Cassagne— impone que las decisiones administrativas de todos los poderes del Estado, incluso del judicial, se sujeten al mismo sistema de juridicidad. Y si eso vale para la Corte Suprema, con mayor razón rige para este Tribunal Fiscal, que carece de jerarquía constitucional y ejerce competencias derivadas.

Finalmente, la idea de que la función administrativa es “una de las que se cumple en los tres poderes clásicos, con un régimen jurídico uniforme” (Rey Vázquez, 2022, p. 25) disuelve cualquier duda residual: las decisiones del Pleno que se dictan para regular la organización interna o garantizar la continuidad del servicio no son actos jurisdiccionales encubiertos, sino manifestaciones del mismo género de poder que ejercen las cortes provinciales cuando administran justicia en su faz institucional.

La reciente Acordada 34/2024 de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, comentada por la Señora Procuradora ante la Corte Suprema Dra. Laura Monti (2024), arroja luz sobre una cuestión que, a esta altura, debiera estar fuera de debate: la Ley Nacional de Procedimientos Administrativos N° 19.549 es aplicable al Poder Judicial cuando este actúa materialmente como administración.

La propia Corte, aun reafirmando la vigencia de su Reglamento para la Justicia Nacional y sus regímenes especiales, reconoció expresamente que la LNPA será de aplicación al ejercicio de la superintendencia “cuando los procedimientos lo establezcan de manera expresa y en la medida y carácter que dicha remisión disponga” (Monti, 2024, p. 1).

La distinción es clara y doctrinalmente impecable: la Corte Suprema no desconoce la aplicación de la LNPA, sino que la reconduce conforme a su rango constitucional. Lo que la ley regula como régimen general, la Corte lo asimila como principio rector, modulándolo a través de su potestad reglamentaria originaria prevista en el artículo 113 de la Constitución Nacional.

Tal prerrogativa, sin embargo, no se proyecta sobre los órganos inferiores o extrapoderes, cuya autoridad deriva de la ley y no de la Constitución. El Tribunal Fiscal de la Nación, por tanto, no puede reclamar para sí las prerrogativas de una cabeza de poder, porque carece de ese fundamento originario.

La posición del Máximo Tribunal, lejos de desmentir la vigencia de la LNPA, la confirma. La Corte reconoce que su régimen de superintendencia se rige por normas especiales, pero admite la necesidad de adecuación paulatina a los principios y disposiciones de la ley 19.549. De hecho, la Dra. Monti (2024) subraya que el propio tribunal valora como incorporados en sus decisiones “los aspectos sustanciales y los principios generales de la LNPA”, entre ellos la tutela administrativa efectiva, la competencia del órgano y el derecho de defensa.

Si eso vale para el órgano supremo de la justicia nacional, con mayor razón debe aplicarse en plenitud a un tribunal administrativo, cuya función de superintendencia deriva exclusivamente de una ley ordinaria y no de la Constitución.

La Corte Suprema puede, por jerarquía constitucional, dictar acordadas que regulen su propio funcionamiento y designen sus empleados, sin requerir dictamen jurídico previo. El Tribunal Fiscal, en cambio, no posee ese fuero de autarquía constitucional, sino una potestad reglamentaria delegada por el artículo 153 de la Ley 11.683. Su obrar está sujeto, por ende, a las exigencias formales y sustanciales de la Ley 19.549, entre ellas el dictamen previo de los servicios jurídicos cuando el acto pueda afectar derechos o intereses legítimos.

La Corte, en su acordada, recordó que su independencia no la exime del control judicial ni de la observancia de los principios generales del derecho administrativo, y citó como precedentes los casos “Rodríguez Varela” (Fallos: 315:2990) y “Charpin” (Fallos: 331:536), donde reconoció el carácter administrativo de ciertos actos propios y su revisibilidad judicial.

No puede, por tanto, alegarse que los órganos de superintendencia actúan fuera del derecho administrativo; simplemente lo hacen bajo un régimen especial cuando su rango constitucional lo justifica.

En definitiva, la Acordada 34/2024 ofrece una enseñanza de prudencia institucional que algunos parecen no haber aprendido: quien carece de supremacía constitucional debe compensar con mayor apego al principio de juridicidad. Mientras la Corte Suprema ejerce la superintendencia como expresión de soberanía institucional, el Tribunal Fiscal la ejerce como delegación funcional del Poder Ejecutivo.

Confundir ambas situaciones sería, además de un error de técnica jurídica, una peligrosa fantasía de jerarquía impropia, tan desmedida como creer que el reflejo del sol en el agua es el sol mismo.

La Corte Suprema de Justicia de la Nación, mediante la Acordada 34/2024 (publicada el 6 de noviembre de 2024), ha puesto de manifiesto un principio que parece resistirse a ser comprendido por algunos: no toda potestad reglamentaria es constitucional; algunas son apenas derivadas.

El Tribunal Supremo, al analizar la reforma introducida por la Ley 27.742 al artículo 1 de la Ley Nacional de Procedimientos Administrativos N° 19.549, reconoció que dicha norma dispone la aplicación directa de la LNPA a los órganos del Poder Judicial cuando ejerzan actividad materialmente administrativa (Acordada 34/2024, Considerando I).

Sin embargo, aclaró que tal previsión “innova sobre funciones de superintendencia que el Tribunal ha regulado desde que comenzó a funcionar”, y que esas funciones se ejercen en un marco singular, propio de una cabeza de poder, cuya competencia nace directamente de los artículos 108 y 113 de la Constitución Nacional (Considerando II).

Esa diferencia —entre quien actúa por delegación y quien lo hace por atribución constitucional originaria— es el eje de toda la cuestión.

La Corte Suprema puede dictar reglamentos sin requerir dictamen jurídico previo porque no actúa como órgano administrativo, sino como poder del Estado en ejercicio de su autogobierno constitucional.

Su potestad de superintendencia es de fuente constitucional y no deriva de la Ley 19.549; por ello mismo, la Corte no está sometida al régimen administrativo común, sino que lo aplica de modo reflexivo, cuando no compromete la independencia judicial.

No ocurre lo mismo con este Tribunal Fiscal de la Nación, cuya potestad reglamentaria encuentra su origen exclusivo en el artículo 153 de la Ley 11.683, que autoriza a dictar “reglas de procedimiento que complementen las disposiciones de la ley”.

Mientras la Corte reglamenta la justicia por mandato constitucional, el Tribunal Fiscal solo administra su funcionamiento por delegación legal. Y donde hay delegación, hay subordinación al principio de juridicidad, con todas las consecuencias que ello implica: motivación, competencia, procedimiento regular y, cuando corresponde, dictamen jurídico previo.

La Corte, en la misma Acordada, reafirma que los “aspectos sustanciales y principios generales” de la LNPA —legalidad, razonabilidad, debido procedimiento, derecho de defensa— “ya se encuentran ínsitos” en sus regímenes especiales y en las decisiones de superintendencia que ha dictado (Considerando VIII).

Pero el reconocimiento de esos principios, en su caso, no surge de una ley ajena, sino de su propio rango institucional.

Por eso puede adaptar, graduar o exceptuar la aplicación directa de la LNPA, en tanto ello responda a la preservación de su independencia y al correcto funcionamiento del Poder Judicial.

Resulta innegable que la misma Acordada distingue entre la aplicación supletoria del régimen administrativo y la potestad de dictar regímenes especiales de superintendencia, reservando a la Corte —y solo a ella— la declaración expresa de exclusión o inclusión de procedimientos particulares (Considerando XI).

Dicho de otro modo: solo la cabeza de poder puede declarar no aplicable la ley que rige al resto del Estado. El Tribunal Fiscal, que es un órgano descentralizado dentro del Poder Ejecutivo, no tiene esa prerrogativa.

Si la Corte Suprema necesita fundar su excepción en el artículo 113 de la Constitución, ¿qué base jurídica podría invocar este Tribunal para sustraerse a la Ley 19.549, que lo regula expresamente?

Que la respuesta, aunque incómoda para ciertos oídos altaneros, es sencilla: ninguna.

A diferencia de la Corte Suprema, este Cuerpo no dicta actos de gobierno de un poder del Estado, sino actos administrativos de alcance general o individual, sujetos al control de legalidad. No ejerce soberanía, sino función reglamentaria de ejecución.

Por ello, toda decisión que modifique, complemente o interprete el Reglamento interno del Tribunal debe tramitar bajo el régimen de la Ley Nacional de Procedimientos Administrativos, incluyendo —cuando corresponda— la intervención previa del servicio jurídico permanente.

La Corte, incluso en su soberanía, no niega los principios de la LNPA: los incorpora, los interpreta y los adapta. Lo hace con la autoridad de quien puede y con la prudencia de quien sabe que la independencia sin control no es libertad, sino extravío.

Este Tribunal, en cambio, debe observar esos mismos principios con mayor rigor, precisamente porque no es poder sino órgano, y porque su legitimidad no se presume: se construye cada vez que respeta la ley.

En consecuencia, este Pleno no puede invocar analogías con la Corte Suprema para justificar omisiones de procedimiento o de dictamen. Sería un contrasentido invocar la acordada de un poder soberano para fundar la displicencia de un órgano subordinado.

La Corte reglamenta porque tiene Constitución; el Tribunal Fiscal debe reglamentar porque tiene ley.

Además, la doctrina y la jurisprudencia han sido claras en cuanto a la naturaleza jurídica de las acordadas y reglamentos dictados por los tribunales: se trata de actos administrativos de alcance general, emanados de órganos judiciales en ejercicio de funciones de gobierno, y por ende sometidos al control judicial de legalidad.

La Corte Suprema ha reconocido, en el precedente “Bonis, Pedro Luis y otros s/amparo” (3/10/1989), la naturaleza administrativa de las disposiciones generales adoptadas por los tribunales y la aplicabilidad de la Ley 19.549 para acceder a la instancia judicial (Monti, 2024; véase también Rey Vázquez, 2022). Este reconocimiento implica aceptar, sin subterfugios, que los actos normativos de gobierno judicial se rigen por el mismo principio de juridicidad que gobierna toda actuación estatal.

En efecto, en un largo itinerario jurisprudencial, ha confirmado esa doctrina, llegando incluso a declarar la invalidez de sus propias acordadas cuando excedieron el marco de las facultades delegadas por el Congreso. Así lo hizo en los casos “Fabris, Marcelo H. c. Nación Argentina – Poder Judicial de la Nación” (22/8/1988) y “Moras Mon, Jorge R. c. Estado Nacional – Poder Judicial de la Nación” (7/12/1988), donde consideró que las acordadas 43/85 y 50/85, referidas a adicionales salariales, eran actos administrativos generales revisables judicialmente.

En el voto mayoritario se subrayó que el reglamento de la Corte, aun emanado de un órgano judicial, es revisable como cualquier otro acto administrativo “cuando produce efectos jurídicos directos” sobre los particulares.

Más tarde, en “Martiré, Eduardo F. A. c. Poder Judicial de la Nación” (4/3/1993), el Alto Tribunal —integrado por conjueces— fue aún más lejos y declaró inconstitucional las acordadas mencionadas por haber incurrido en un exceso en el ejercicio de la delegación legal.

Del mismo modo, en “Argüello Varela, Jorge Marcelo c. Estado Nacional (Corte Suprema de Justicia de la Nación)” (30/6/1993) calificó a las acordadas 56/91 y 75/91 como actos administrativos generales revisables en idénticas condiciones que cualquier reglamento administrativo.

Tales precedentes destruyen, por sí solos, la idea de una “inmunidad institucional” frente al Derecho Administrativo. Si la propia Corte Suprema reconoce que sus acordadas son actos administrativos, y si admite que pueden ser impugnadas y declaradas inválidas, ¿con qué argumento podría sostenerse que las decisiones del Pleno del Tribunal Fiscal —de menor jerarquía y de naturaleza administrativa evidente— escapan al régimen procedimental común?

Además, el razonamiento del Máximo Tribunal al calificar sus acordadas como actos administrativos de alcance general —y no jurisdiccionales— se apoya en una noción elemental de la ciencia jurídica: la naturaleza del acto no se define por su autor, sino por su función y sus efectos.

Así, un tribunal puede dictar un acto administrativo cuando regula su estructura, distribuye competencias, o establece pautas de funcionamiento, del mismo modo que un ministerio puede dictar actos normativos sin por ello administrar justicia.

En definitiva, la línea jurisprudencial que va desde Bonis (1989) hasta Argüello Varela (1993) consolida un principio que debería ser obvio, aunque a veces parece olvidarse: los actos de autogobierno de los tribunales no son sentencias ni están investidos de autoridad de cosa juzgada, sino reglamentos administrativos sometidos al control de juridicidad.

La Corte Suprema —en sus momentos de mayor lucidez institucional— ha sabido reconocerlo. Sería paradójico que un tribunal administrativo, llamado precisamente a defender la juridicidad, pretendiera ignorar esa doctrina para refugiarse en una ficción de soberanía que no le pertenece.

Así las cosas, no está de más recordar que, durante largos años, el derecho argentino toleró una ficción institucional: la idea de que los actos administrativos dictados por los tribunales —en especial por la Corte Suprema— eran inmunes al control judicial. Bajo el manto de la “independencia del Poder Judicial”, se confundía independencia con impunidad, y se eximía del principio de juridicidad a quienes debían ser sus primeros guardianes.

El profesor Tomás Hutchinson, en su célebre artículo “De la irrevisibilidad a la revisibilidad jurisdiccional de la función administrativa del Poder Judicial” (Supl. Adm. La Ley, 2010), reconstruyó esa evolución con precisión quirúrgica. Allí mostró cómo el viejo criterio orgánico —según el cual el carácter judicial del órgano contaminaba de jurisdiccional todas sus actuaciones— fue desplazado por un criterio funcional y material, que distingue con lucidez entre los actos de juzgar y los actos de administrar (Hutchinson, 2010, II.2 y III). En palabras del autor, el Poder Judicial “no se agota en la función de juzgar”; también nombra, sanciona, contrata, organiza y gestiona, y al hacerlo ejerce una función administrativa tan plena como la del Poder Ejecutivo, sometida al mismo derecho y a los mismos controles. “No hay razón —dice Hutchinson— para negar a los administrados el derecho a la defensa y al control judicial frente a un acto administrativo dictado por un juez” (2010, II.4).

Hutchinson explica con claridad que la función judicial se rige por el principio de coordinación, mientras que la función administrativa se funda en la subordinación jerárquica. La primera es independiente, la segunda está sometida a control; la primera se manifiesta en la sentencia, la segunda en los actos internos de gestión (2010, II.3). Esta diferencia no es un capricho teórico, sino la traducción institucional de la vieja idea republicana según la cual el poder solo es legítimo cuando se deja controlar.

En esa línea, la doctrina de Hutchinson significó un quiebre epistemológico frente a la tradición que confundía poder con inmunidad. “La ordenación de la competencia de los órganos judiciales —dice— nunca será tan unívoca que toda función del Poder Judicial sea jurisdiccional” (2010, II.5). Y más adelante agrega, con la sobriedad de quien escribe contra un dogma: “Pretender que la presencia del órgano modifique la naturaleza de la actividad es tergiversar las cosas” (2010, II.5).

Como vimos, la evolución jurisprudencial lo confirmó: desde “Mai de Alegre” (Fallos 317:1539) hasta “Charpin” (Fallos 331:536), la Corte Suprema abandonó la ficción de la irrevisibilidad y admitió que sus propios actos administrativos —dictados en ejercicio de superintendencia— son revisables judicialmente, porque son actos administrativos y no jurisdiccionales (Hutchinson, 2010, IV).

El paso de la “irrevisibilidad” a la “revisibilidad” no fue un gesto de humildad institucional, sino una restitución del Estado de Derecho dentro del Poder Judicial. Desde entonces, la legitimidad de sus actos ya no se mide por la jerarquía del órgano que los dicta, sino por la observancia del procedimiento, la motivación y la razonabilidad del contenido.

A la luz de esa evolución doctrinal y jurisprudencial, carece de toda defensa seria —en el plano teórico o práctico— sostener que las decisiones del Pleno del Tribunal Fiscal de la Nación sobre subrogancias o reglamentaciones internas revisten carácter jurisdiccional o se encuentran exentas del control de legalidad. Si ni la Corte Suprema se exime de la revisibilidad de sus actos administrativos, menos aún podría hacerlo un tribunal administrativo de naturaleza dependiente.

Hutchinson (2010, III) advierte que los actos administrativos del Poder Judicial “deben regirse por las mismas reglas que gobiernan a la Administración Pública en general”, y que el régimen aplicable es el de la Ley Nacional de Procedimientos Administrativos. Este criterio, hoy consolidado por la reforma de la Ley 27.742 y por la Acordada 34/2024, transforma en norma positiva lo que ya era exigencia de equidad: la igualdad jurídica de todos los administrados frente a la Administración, incluso cuando la Administración viste toga.

Sería, por tanto, una ironía inaceptable que un órgano como el Tribunal Fiscal —creado por ley, inserto en el Poder Ejecutivo y sujeto a control ministerial— pretendiera ejercer una inmunidad reglamentaria que ni la Corte Suprema invoca para sí. La independencia funcional del juez no se proyecta sobre los actos de gobierno del órgano; no hay independencia para incumplir la ley.

En definitiva, la doctrina de Hutchinson completa el círculo teórico abierto por Cassagne y Rey Vázquez: si toda función administrativa —cualquiera sea su sede orgánica— está sujeta al mismo derecho, y si todo acto administrativo es revisable, entonces las decisiones del Pleno que organizan prorrogan o alteran el régimen de subrogancias no son sentencias ni acordadas judiciales, sino actos administrativos regidos por la Ley 19.549.

En la raíz misma de todo sistema republicano se encuentra un principio de simetría funcional: quien administra, cualquiera sea su rango, lo hace bajo el mismo derecho. Lo advirtió tempranamente Tomás Hutchinson (2010), al señalar que los tres poderes —Ejecutivo, Legislativo y Judicial— ejercen, en diverso grado, una función administrativa, y que, si esa actividad es sustancialmente idéntica, también debe serlo el régimen jurídico que la gobierna (p. 63).

Nada distingue, en esencia, al acto por el cual el Ministerio de Economía designa un agente, de aquel mediante el cual un tribunal nombra un prosecretario, o de la resolución por la que el Tribunal Fiscal designa un subrogante. En los tres casos, se trata de actos administrativos regidos por idénticos principios: competencia, procedimiento, motivación y control.

Siguiendo a Hutchinson (2010, III.1), negar esa identidad jurídica sería un anacronismo dogmático: “Ninguna diferencia intrínseca puede advertirse entre el acto de nombramiento de un empleado en el Ministerio de Economía y el de designar un empleado en el Poder Judicial; entre la adquisición de papel y lápices para una oficina de tribunales o comprarlos para un ministerio”. Esa igualdad sustancial de naturaleza obliga, como corolario lógico, a reconocer la identidad de régimen, esto es, la aplicación del derecho administrativo y de la Ley 19.549 a toda actividad materialmente administrativa del Estado, sea cual fuere su poder de origen.

Este criterio no es solo dogmático sino de justicia elemental: la legalidad no se fragmenta por afinidad institucional. Por eso Hutchinson (2010, III.3) sostuvo con énfasis que no hay acto administrativo irrecurrible, ni siquiera cuando proviene del Poder Judicial. El principio de defensa en juicio (artículo 18 CN) no reconoce excepciones por jerarquía del autor. La impugnabilidad, como condición ontológica del acto administrativo, es el sello de su juridicidad: allí donde no hay revisión, no hay derecho, sino privilegio.

En consecuencia, el argumento de quienes pretenden “blindar” las decisiones de gobierno del Pleno del Tribunal Fiscal bajo el rótulo de jurisdiccionales carece de sustento teórico. No hay jurisdicción en la designación de un subrogante ni en la prórroga de un reglamento; hay administración. Y si hay administración, hay derecho administrativo. Así lo enseñó también Rey Vázquez (2025), al destacar que la reforma del artículo 1 de la Ley 19.549 amplió su aplicación directa a los tres poderes del Estado cuando actúan materialmente como administración, reforzando la unidad del régimen procedimental.

Incluso los Supremos Tribunales provinciales —entre ellos la Suprema Corte bonaerense en Spina, Domingo Vicente c/ Provincia de Buenos Aires (Poder Judicial), sentencia del 27/12/2000— han reconocido expresamente el carácter administrativo de sus actos de superintendencia y su sujeción a revisión judicial. En dicho fallo se afirmó que la función administrativa “no está sólo a cargo del Ejecutivo, sino que también se ejerce en los ámbitos del Poder Judicial y Legislativo, siéndole aplicable el régimen jurídico de aquélla”. Es decir, el control de legalidad no disminuye la autoridad institucional: la legitima.

Hutchinson (2010, III.2) lo explicó con claridad prístina: las funciones administrativas del órgano judicial se hallan expresamente reconocidas en la Constitución Nacional, que en su artículo 113 confiere a la Corte Suprema la facultad de dictar su reglamento interno y de nombrar sus empleados. A su vez, las constituciones provinciales reproducen ese esquema, atribuyendo a sus Superiores Tribunales el gobierno de la administración de justicia. Pero ese reconocimiento constitucional no implica autonomía frente al derecho, sino sujeción a un régimen específico: el derecho administrativo.

Los actos emanados de esa función —designaciones, sanciones, contrataciones o reglamentos— son, en palabras de Hutchinson, “actos administrativos, impugnables tanto en sede administrativa como judicial” (III.3). El autor advierte que un acto administrativo “irrecurrible” sería incompatible con el artículo 18 de la Constitución Nacional, pues negaría el derecho a ser juzgado por un órgano imparcial e independiente. Y agrega, con persuasiva claridad: “No puede pretenderse que por el solo hecho de ser un órgano judicial quien dictó el acto, éste quede exento del control”.

De esta doctrina se desprende un principio de hierro: toda función administrativa es revisable, todo acto administrativo es controlable, y ningún órgano del Estado puede ser juez de su propia causa. La imparcialidad, requisito esencial de la jurisdicción, debe regir también en la revisión de los actos administrativos del Poder Judicial; por eso las legislaciones provinciales prevén mecanismos de revisión por órganos distintos de aquel que dictó el acto, y en el orden federal esa competencia recae en la jurisdicción contencioso administrativa.

El propio Hutchinson (2010, III.4) señala que, en el ámbito nacional, los actos administrativos de la Corte Suprema y de los tribunales inferiores son revisables ante los jueces contencioso-administrativos federales, lo cual reafirma la idea de un sistema de control externo, propio de un Estado que no admite zonas de excepción. Si eso vale para la Corte Suprema, con mayor razón debe regir para el Tribunal Fiscal, que carece de autonomía constitucional y cuyas decisiones administrativas se inscriben plenamente dentro de la órbita del Poder Ejecutivo.

En suma, los argumentos de Hutchinson, Rey Vázquez, Cassagne y la jurisprudencia Spina convergen en una conclusión inescapable: el régimen jurídico aplicable a la función administrativa del Tribunal Fiscal de la Nación es el mismo que rige para toda la Administración Pública Nacional. Sus actos —reglamentarios o individuales— están sujetos a la Ley 19.549, a la intervención de los servicios jurídicos permanentes, al deber de motivación y al control de legalidad. Pretender lo contrario sería retroceder medio siglo, hacia aquella época en que se confundía la autoridad con la infalibilidad y la superintendencia con la excepción al derecho.

Con todo y lo anterior, decir que el acto es “estrictamente jurisdiccional” equivale, en el fondo, a pronunciar una fórmula vacía con el tono de quien quiere conjurar una duda que lo atormenta. Uno imagina a los autores de ese voto refugiándose en la solemnidad del adverbio —“estrictamente”— como si al repetirlo pudieran dotar de sustancia a lo que no pasa de ser una sombra. Pero las sombras, por más que se las declare jurisdiccionales, no dictan sentencias, ni notifican partes, ni producen cosa juzgada. Si fuese estrictamente jurisdiccional, debería tener el aire severo de una decisión que clausura un litigio, que se impone por su forma y se perpetúa por su ejecutoriedad. Sin embargo, el texto no resuelve nada: no hay parte dispositiva, ni instrucción, ni siquiera una voluntad visible de decidir. Apenas una frase: “consideramos que deben continuar las subrogancias”. Es una confesión más que una resolución, el eco de una opinión que se disfraza de autoridad.

Es por ello que uno se pregunta —con cierta melancolía de lector de expedientes— a quién habría que notificar semejante acto “estrictamente” jurisdiccional: ¿A las partes de todos los juicios? ¿O al silencio mismo, que es el único destinatario de los actos que no tienen cuerpo? Porque si se tratara verdaderamente de un fallo, su destino sería la apelación; si fuera una decisión administrativa, exigiría publicación. Pero no es ni lo uno ni lo otro. Es un pensamiento al margen, una consideración que se cree decreto, un suspiro de autoridad en medio de la nada” ³.

Siguiendo con el uso de la palabra, el Sr. Presidente preguntó a los Sres. Vocales presentes si alguno de ellos deseaba ampliar los fundamentos de su voto y/o debatir respecto del proyecto de voto circulado mediante NO-2025-119240781-APN-SGAJ#TFN y la ampliación distribuida mediante NO-2025-119455831-APN-SGAJ#TFN, recibiendo una respuesta negativa.

Continuando en el uso de la palabra, el Sr. Presidente manifestó que contaba con una ampliación de fundamentos para compartir y consultó si los Sres. Vocales presentes estaban de acuerdo en que la misma fuera leída en el Pleno. Ante ello, se le respondió que no era necesario proceder a su lectura, disponiéndose que se incorporara directamente en la transcripción escrita que integra la presente acta, lo cual se cumple seguidamente.

“Sobre la voluntad en los órganos colegiados

Por medio de la nota NO-2025-119880350-APN-SGAI%TFN, la Secretaría General de Asuntos Impositivos respondió a la solicitud efectuada por esta Presidencia, informando de modo expreso que desde su designación en el cargo, ocurrida el 1° de junio de 2018, únicamente intervino en los plenarios conjuntos que se detallan en el referido documento, a saber: “Consideración y alcance de la doctrina del fallo Schiffrin” (19/6/18); “Modalidad de designación transitoria de Secretarios Generales, Letrados y varios” (8/8/18); “Implementación del expediente electrónico” (25/3/19); “Gasparrini, G.” sobre asignación de causa por excusación (26/11/19); “Elección del Vocal subrogante de la Vocalía de la 18ª Nominación” (17/2/22); y “Reglamento de Procedimiento ante el Tribunal Fiscal de la Nación” (15/2/23).

En la citada nota se consigna, asimismo, con meridiana claridad, que la Secretaría no ha intervenido en otros plenarios. De ello se desprende, sin lugar a duda, que no existió ningún plenario de la Competencia Impositiva en el que se hubiere tratado la cuestión vinculada a las vocalías 3ª y 9ª.

Esta circunstancia torna incomprensible la afirmación inicial contenida en el voto de la mayoría, según la cual “se reúnen los Vocales del Tribunal Fiscal de la Nación (…) a efectos de considerar nuevamente la particular situación de las Vocalías 3ª y 9ª que siguen vacantes a la fecha”. En rigor, no existe antecedente alguno que justifique el empleo del adverbio “nuevamente”, toda vez que no consta, en las actuaciones ni en el registro institucional, una deliberación plenaria previa sobre el asunto.

Semejante impropiedad formal no resulta un simple descuido redaccional, sino una manifestación de desatención a las formas esenciales del debido proceso adjetivo que gobierna la actuación del cuerpo colegiado. La validez de la voluntad del Plenario no surge de la mera coincidencia circunstancial de voluntades individuales, sino de su configuración formal bajo las reglas procedimentales que el propio reglamento establece.

En consecuencia, carece de sustento jurídico toda manifestación que pretenda atribuir al Plenario Impositivo una existencia o continuidad ficticia al margen de las previsiones reglamentarias, máxime cuando el mismo reglamento es el que garantiza la legitimidad y publicidad de las decisiones institucionales.

Resulta, por tanto, necesario dejar constancia expresa de que no se ha verificado reunión plenaria válida ni antecedente alguno que autorice a afirmar la existencia de una deliberación anterior sobre el punto, correspondiendo restablecer el orden formal y la coherencia institucional que son condición de validez del acto.

Tampoco resulta ajustado a la realidad afirmar —como se sostiene en el voto de la mayoría— que “la alternancia anual prevista en el artículo 5° del Reglamento tiene como finalidad una adecuada y equitativa distribución de la carga laboral”. Tal aseveración revela una lectura parcial del precepto, pues si bien la equidad en la distribución del trabajo puede ser uno de los fines que el reglamento procura, no constituye el único ni el excluyente, y en modo alguno habilita a desatender la literalidad de la norma cuando ésta es clara en su mandato.

El texto del artículo 5° del Reglamento del Tribunal Fiscal establece de manera terminante que “el reemplazo previsto en el artículo anterior no podrá exceder de un año” y que, transcurrido dicho lapso, el reemplazo deberá efectuarse sucesivamente y por igual plazo, siguiendo el orden ascendente de las vocalías. Ello significa que la alternancia no se configura como una mera política de organización interna, sino como una obligación reglamentaria de carácter imperativo, orientada a preservar la igualdad, la rotación institucional y la temporalidad del ejercicio subrogante.

A mayor abundamiento, si el propósito fuera exclusivamente equilibrar la carga de trabajo, no podría explicarse, por ejemplo, el caso concreto del doctor Horacio Segura, quien, por aplicación estricta de la regla reglamentaria, subrogará el próximo año la Vocalía número 14, inmediatamente después de haber desempeñado la subrogancia en la Vocalía número 18. Tal circunstancia que, por cierto, no sucede por primera vez demuestra que la lógica de la norma no obedece a criterios de distribución material del trabajo, sino a una rotación orgánica por vocalía, que asegura la alternancia institucional y evita el enquistamiento en cargos suplentes⁴.

En consecuencia, pretender justificar la prórroga de las subrogancias vencidas bajo el argumento de la equidad laboral importa desconocer el sentido teleológico y literal del reglamento, así como su naturaleza normativa vinculante. La equidad no puede invocarse como excusa para vulnerar la legalidad, ni la conveniencia práctica erigirse en fuente de validez de los actos administrativos del cuerpo.

Por tanto, la continuidad de los vocales contadores más allá del plazo reglamentario no encuentra amparo en el principio de equidad invocado, ni en la pretendida finalidad distributiva, sino que constituye una inobservancia directa del artículo 5° del Reglamento, cuya letra es tan clara que no admite interpretación distinta sin incurrir en arbitrariedad manifiesta.

Tampoco resulta correcto sostener —como se expresa en el voto de la mayoría— que “en el caso de las vocalías de la 3ª y 9ª nominación, dicha carga se encuentra repartida de la única forma posible en cabeza de sus subrogantes naturales, toda vez que los únicos dos vocales con la incumbencia profesional necesaria ya se encuentran cubriendo las cuatro vocalías correspondientes a los contadores”. Tal afirmación se presenta carente de sustento fáctico y jurídico, en tanto no se ha demostrado ni justificado la supuesta imposibilidad de proceder a una nueva rotación conforme lo dispone el artículo 5° del Reglamento del Tribunal Fiscal.

En rigor, nada impediría que este Plenario, en la misma fecha, disponga el intercambio de las vocalías subrogadas, preservando la estricta observancia del principio de rotación anual sin imponer mayor carga funcional a un vocal contador por sobre otro. El reglamento no consagra derechos adquiridos sobre la subrogancia, ni autoriza su prórroga discrecional, sino que establece una obligación rotativa de cumplimiento objetivo y periódico.

La invocada “única forma posible” de distribución de tareas carece de respaldo reglamentario y contradice el principio de legalidad que rige la actuación colegiada. En efecto, el impedimento alegado no responde a una verdadera imposibilidad jurídica ni material.

La propia redacción del artículo 6° del Reglamento contempla expresamente los supuestos de imposibilidad, definiendo con precisión el procedimiento de sustitución sucesiva en caso de vacancia o impedimento. Por tanto, pretender fundar una excepción sobre una supuesta imposibilidad no verificada equivale a introducir una dispensa no prevista por la norma, vulnerando el principio de paralelismo de las formas y la jerarquía procedimental del reglamento.

En definitiva, la decisión de mantener en sus funciones a los mismos vocales contadores no se funda en una imposibilidad reglamentaria, sino en una apreciación subjetiva de oportunidad, mérito y conveniencia, ajena al ámbito de discrecionalidad permitido en materia de organización interna, pues lo que el reglamento manda no puede quedar librado a la voluntad coyuntural de los integrantes del cuerpo.

En cambio, puede compartirse parcialmente lo que supuestamente intentó expresar la mayoría al afirmar que “el instituto del reemplazo anual previsto en la norma citada resulta inoficioso⁵”.

Antes de proseguir, cabe hacer notar que el vocablo “inoficioso” —heredero del latín inofficiosus— condensa una triple acepción que atraviesa el Derecho y la moral del oficio. En el ámbito civil, designa el acto que vulnera los derechos de los herederos forzosos o excede los límites legales de disposición, como ocurre en las donaciones o testamentos que desconocen la legítima hereditaria. En el plano moral o funcional, califica los actos contrarios al deber, impropios de quien ejerce un cargo público o un oficio que exige observancia del orden normativo. En el lenguaje común, se aplica a aquello que carece de provecho o utilidad frente a la finalidad que debía cumplir.

De ello se desprende que la inoficiosidad nunca puede predicarse del cumplimiento del deber, sino tan solo de su omisión o de la tergiversación interesada de su sentido.

En rigor, el acto verdaderamente inoficioso es el que, bajo apariencias de prudencia o conveniencia, se aparta del mandato que la ley impone.

En efecto, algo inoficioso no equivale a algo permitido o jurídicamente dispensable, sino simplemente a aquello que, en una determinada coyuntura, puede considerarse inconveniente o carente de oportunidad práctica.

La inoficiosidad pertenece, por su naturaleza, al plano de la conveniencia política o institucional, no al de la validez normativa. Lo inoficioso puede ser objeto de crítica, revisión o propuesta de reforma, pero no de suspensión unilateral ni de inobservancia fáctica, pues la inobservancia no constituye un medio legítimo de derogación reglamentaria[6].

En tal sentido, el voto en disidencia acierta al reconocer que, si se estimara necesaria una modificación transitoria del régimen de reemplazos, la única vía institucionalmente válida consiste en disponer su suspensión por razones de coyuntura, con fundamento en una decisión plenaria expresa y bajo el principio de paralelismo de las formas.

Por consiguiente, la inoficiosidad alegada por la mayoría no puede ser invocada como causa suficiente para la inaplicación del reglamento, sino únicamente como argumento para su eventual revisión formal por el órgano competente. La conveniencia no deroga la legalidad, y el juicio de oportunidad no sustituye el deber de obediencia reglamentaria.

En suma, el reconocimiento de la inoficiosidad del reemplazo anual refuerza la posición de este voto, en tanto evidencia que no existía imposibilidad jurídica alguna, sino una valoración coyuntural de conveniencia que, de haber sido tratada con la forma debida, hubiera podido resolverse legítimamente mediante la suspensión temporal del régimen vigente.

Con esto llegamos a que resulta impropio —por no decir jurídicamente inaceptable— hablar de “subrogantes naturales”. Las funciones públicas no emanan de la naturaleza, sino de la norma. Al llegar aquí tenemos que el legislador es el mismo cuerpo que debe aplicar la regla que dictó. El artículo 6 del RTFN, al prever los casos de imposibilidad, no abre la puerta a la discrecionalidad sino a la excepcionalidad. Pues este no es un supuesto de imposibilidad —que es objetiva—, sino de oportunidad—que es subjetiva—.

En consecuencia, lo que importa observar es que la norma reglamentaria, o bien es suspendida en sus efectos por decisión política del cuerpo, o debe ser observada rigurosamente.

Así las cosas, corresponde exhortar a las autoridades competentes a proceder sin dilaciones a la cobertura regular de las vacantes subrogadas.

Cuanto hemos dicho hasta ahora permite observar que el cumplimiento de la manda reglamentaria constituye una responsabilidad primaria e indelegable del vocal que asume el cargo, en tanto su aceptación implica la obligación de respetar los plazos y limitaciones temporales fijados por el Reglamento. En efecto, el Reglamento, por su carácter autoaplicativo, no requiere de un acto jurídico complementario que disponga su cumplimiento para hacerlo efectiva, pues su vigencia es inmediata y conocida por todos los miembros del cuerpo.

En ese sentido, cabe hacer notar que todo aquello que se encuentra dentro del marco previsto por el Reglamento constituye materia propia de la competencia funcional de la sala en la que actúa el vocal subrogante. En cambio, distinta es la situación cuando la cuestión sometida al análisis no se limita a aplicar el Reglamento, sino que pretende establecer una excepción, morigerar su alcance o consagrar una práctica que desborda su texto.

En tales condiciones, para comprender adecuadamente la cuestión debatida resulta indispensable concebir el sistema normativo aplicable como una cadena de validez y competencia, en la que cada eslabón encuentra fundamento en el anterior y límite en el siguiente.

Así, el primer y más sólido eslabón de esa cadena lo constituyen la ley 11.683 y el Código Aduanero, que fijan la estructura orgánica del Tribunal Fiscal de la Nación y determinan la integración de sus salas, estableciendo los principios y procedimientos básicos de su funcionamiento. El segundo lo conforma el decreto presidencial de designación, por el cual el Poder Ejecutivo, en ejercicio de una potestad constitucional y legalmente atribuida, nombra a las personas que ocuparán las vocalías creadas por ley. Precisamente este acto, de naturaleza administrativa, concreta el mandato legal y personaliza las designaciones dentro del marco institucional prefigurado por la norma. El tercer, de carácter complementario, lo constituye el Reglamento del Tribunal Fiscal de la Nación, dictado en virtud del artículo 153 de la ley 11.683, que precisa la forma en que las salas se organizan y funcionan, disponiendo, entre otras cuestiones, cómo deben cubrirse las vacancias o ausencias temporales mediante el sistema de subrogancias anuales previsto en sus artículos 5 y 6.

Va de suyo que dicho reglamento asegura la continuidad y la regularidad de la función jurisdiccional, sin que las eventuales contingencias personales o institucionales afecten la marcha del Tribunal. En ese entramado normativo, las decisiones vinculadas a la subrogancia se insertan en el último tramo de la cadena ya que son actos de aplicación administrativa reglada, dictados en cumplimiento de una previsión general y abstracta que opera con fuerza autoaplicativa. Justamente cuando el reglamento contempla la situación —como ocurre en el régimen de subrogancias anuales—, la decisión es operativa por sí misma y no requiere acto posterior alguno; pero cuando el reglamento no la prevé, el pleno del Tribunal ejerce la competencia administrativa para integrar o complementar el sistema, siempre dentro de los límites del marco normativo vigente.

En definitiva, el sistema conforma una secuencia armónica: la ley crea el órgano y fija sus bases, el decreto presidencial designa a sus integrantes, el reglamento organiza su funcionamiento y el pleno aplica o complementa esa organización dentro del marco de su competencia administrativa. Sólo desde esa comprensión encadenada y jerárquica del derecho se mantiene la coherencia institucional, la juridicidad de los actos y la legitimidad del funcionamiento del Tribunal.

En consecuencia, mientras las salas son competentes para aplicar e interpretar el Reglamento dentro de sus márgenes, sólo el pleno puede revisar o apartarse de ella, asegurando que toda excepción se adopte con fundamento institucional y con la mayoría necesaria que garantice su legitimidad.

Sin embargo, en sentido contrario la unanimidad de los Vocales de la Competencia Impositiva sostiene que el instituto del reemplazo anual previsto en la norma citada resulta inoficioso y, justamente, frente a esa abrumadora mayoría nada puede hacerse para conducir inmediatamente al Tribunal bajo los márgenes reglamentarios.

Antecedentes

Conforme surge de los antecedentes obrantes en autos, a raíz de la renuncia del Contador a cargo de la Vocalía N° 9, presentada el 25 de septiembre de 2023, se produjo la necesidad de cubrir de manera simultánea las Vocalías de Contadores N° 3 y N° 9 del Tribunal.

Dicha circunstancia generó, por primera vez desde la entrada en vigencia del actual Reglamento del Tribunal Fiscal, una vacancia concurrente en ambas vocalías de la misma incumbencia profesional, lo que exigía una aplicación rigurosa del mecanismo de reemplazo previsto en el artículo 5°, en cuanto a la sucesión ordenada y anual de las subrogancias.

En efecto, el sistema reglamentario fue diseñado precisamente para resolver contingencias de esta naturaleza, asegurando la continuidad institucional sin menoscabar el principio de rotación periódica que impide la permanencia indefinida de un mismo funcionario en carácter de subrogante.

En consecuencia, la existencia simultánea de dos vacancias no constituye causal suficiente para apartarse del texto reglamentario, ni justifica la prórroga de las subrogancias vencidas, toda vez que el reglamento establece con claridad el procedimiento de sustitución sucesiva y el orden de prelación que deben observarse ante tales supuestos.

Por tanto, la situación derivada de la renuncia del Contador titular de la Vocalía N° 9 no habilita la inaplicación de la regla de rotación anual, sino que refuerza su necesidad, en tanto instrumento de equilibrio funcional y garantía de transparencia en la designación de subrogantes dentro del Cuerpo.

Exégesis del reglamento

El artículo 5° del Reglamento de Procedimientos del Tribunal Fiscal, en su texto vigente aprobado en el año 2023, establece un sistema de rotación obligatoria, sucesiva y anual en materia de subrogancias, estructurado sobre tres reglas encadenadas que conforman un verdadero régimen de alternancia institucional.

En primer lugar, dispone de manera categórica que “el reemplazo previsto en el artículo anterior no podrá exceder de un año”, consagrando así un límite temporal expreso que impide la permanencia indefinida de un vocal subrogante en una misma vocalía. Dicha limitación no constituye una recomendación de buena práctica, sino una prohibición normativa de carácter imperativo, que busca asegurar la movilidad funcional y evitar la apropiación fáctica de cargos en carácter transitorio.

En segundo término, el reglamento ordena que “transcurrido dicho lapso el reemplazo se efectuará sucesivamente y por igual plazo, siguiendo el orden ascendente de las Vocalías posteriores al primer Vocal reemplazante, excluyendo a los integrantes de la Sala a la que corresponda la Vocalía a reemplazar”. Este enunciado configura un mecanismo objetivo y automático de reemplazo, cuyo propósito es garantizar transparencia, previsibilidad y equidad en la distribución de las subrogancias, eliminando cualquier discrecionalidad en la elección de los reemplazantes.

Finalmente, el precepto culmina estableciendo que “el Vocal que haya cumplido un reemplazo en las condiciones de los párrafos precedentes no realizará un nuevo reemplazo anual en esa Vocalía hasta tanto hayan intervenido como reemplazantes los demás Vocales en el orden señalado en el primer párrafo”. Esta tercera regla refuerza el principio de alternancia plena, impidiendo la reiteración anticipada de subrogancias y consolidando el carácter rotativo del sistema como garantía institucional de igualdad.

En conjunto, las tres disposiciones configuran un régimen cerrado y taxativo, que no deja margen para interpretaciones discrecionales ni excepciones implícitas. Cualquier apartamiento de su letra sólo puede ser dispuesto por el órgano que dictó el reglamento —el Plenario— y mediante un acto formal que respete el principio de paralelismo de las formas.

Por ende, la invocación de razones de oportunidad, mérito o conveniencia para justificar la continuidad de subrogantes más allá del año reglamentario no encuentra amparo alguno en el texto del artículo 5°, cuya estructura normativa impone un deber claro, preciso y no sujeto a interpretación extensiva.

Por un error que esta Presidencia reconoce, en un primer momento, se supuso que la decisión de la Competencia Impositiva de no proceder a la alternancia anual obedecía a una circunstancia fáctica singular, consistente en que los contadores actualmente subrogantes habrían iniciado sus respectivas funciones en fechas distintas⁷

En efecto, de haber mediado efectivamente esa diferencia temporal, nos habríamos encontrado frente a un supuesto no previsto expresamente por el Reglamento, es decir, ante un vacío normativo que habría requerido una solución pragmática antes que dogmática. En tal hipótesis, el cumplimiento literal de la manda reglamentaria habría conducido a un contrasentido: un vocal contador se habría visto compelido a subrogar tres vocalías en simultáneo, mientras que el otro habría continuado con una sola, distorsionando así la lógica de equilibrio y alternancia que inspira el régimen reglamentario.

Semejante situación —de haberse verificado— habría configurado un verdadero absurdo jurídico, un resultado disvalioso que el principio de razonabilidad y el sentido común se habrían negado a convalidar.

Sin embargo, verificada la inexistencia de tal diferencia temporal entre los inicios de las subrogancias, desaparece toda justificación para apartarse del texto del artículo 5°, pues no existe vacío normativo alguno ni circunstancia excepcional que autorice la inaplicación de la regla de rotación anual.

En consecuencia, el fundamento fáctico que pudo haber inspirado inicialmente la decisión de no alternar carece hoy de sustento, y la permanencia de los mismos vocales contadores en carácter de subrogantes más allá del año reglamentario se traduce en una inobservancia directa del reglamento, incompatible con la finalidad institucional de transparencia, alternancia y periodicidad que la norma protege.

Sobre la obligación y la oportunidad

Desde esa óptica, la fidelidad al Reglamento no puede subordinarse a consideraciones de oportunidad, ni aun bajo la excusa de evitar dificultades prácticas. La historia institucional enseña que toda vez que la oportunidad pretende desplazar al deber, el derecho se debilita y la autoridad se confunde con el arbitrio. En consecuencia, el respeto al principio de rotación no es una cuestión de discrecionalidad operativa, sino una manifestación concreta del principio de legalidad que rige el funcionamiento del Tribunal.

Sostener que debe aplicarse la letra de la ley cuando su cumplimiento es posible no constituye una invención personal ni una pretensión de rigorismo formal, sino la reafirmación de un canon sustantivo de interpretación que la jurisprudencia de la competencia impositiva de este Tribunal ha reconocido de manera pacífica y constante. En efecto, los precedentes han reiterado que cuando la norma puede ser aplicada en sus términos sin incurrir en absurdos ni contrariar su finalidad, corresponde privilegiar su tenor literal como expresión primaria de la voluntad normativa.

Desde esta perspectiva, apartarse del texto bajo el pretexto de la conveniencia práctica o de la dificultad circunstancial equivaldría a sustituir el mandato del reglamento por la discrecionalidad del intérprete, lo cual resultaría incompatible con el principio de legalidad que rige toda actuación jurisdiccional.

Así las cosas, el respeto a la letra no es un acto de obstinación, sino de fidelidad institucional. Por añadidura, la observancia del texto reglamentario cuando su cumplimiento es viable refuerza la previsibilidad de las decisiones y consolida la seguridad jurídica interna del Tribunal. En consecuencia, lejos de constituir una posición personal, este criterio responde a una línea interpretativa sostenida y razonada, en la que el deber prevalece sobre la comodidad y la norma sobre la costumbre.

Por eso insisto: una cosa es suponer que la aplicación del principio de rotación podía conducir —en un escenario excepcional— a que un contador quedara transitoriamente a cargo de tres vocalías sobre cuatro, situación ciertamente absurda e incompatible con la lógica de la alternancia; y otra muy distinta es invocar la mera incomodidad operativa de rotar como argumento para soslayar un mandato reglamentario expreso.

En el primer caso, la dificultad se vincula con un obstáculo jurídico real, una imposibilidad material de cumplimiento que exigiría una solución interpretativa prudente. En el segundo, solo se alega una molestia funcional, una resistencia práctica que nada tiene que ver con la juridicidad. De ahí que confundir lo imposible con lo incómodo es, en rigor, una forma de desnaturalizar la norma.

A decir verdad, los reglamentos no se dictan para satisfacer la comodidad de sus destinatarios, sino para ordenar el ejercicio del poder en condiciones de legalidad y equidad. Por consiguiente, cuando el deber se vuelve incómodo, no por eso deja de ser deber; más bien se prueba en su autenticidad. En definitiva, la rotación anual no es una opción sujeta a conveniencias personales, sino una obligación impuesta por la ley del equilibrio institucional.

Sobre la preeminencia de la interpretación literal

Ciertamente, el método de interpretación jurídica no admite la sustitución de la letra por la finalidad, sino su armonización prudente. Toda norma debe entenderse, ante todo, desde su texto, pues en él se asienta la garantía de previsibilidad y el principio de legalidad. La literalidad, en tanto punto de partida, constituye la frontera que protege al derecho de la arbitrariedad hermenéutica.

Claramente, la interpretación no se agota en el texto, habidas cuentas de que la finalidad de la norma —su ratio legis— ilumina el sentido del precepto cuando la letra ofrece ambigüedad o conduce a resultados manifiestamente absurdos o incompatibles con el sistema. La finalidad no destruye la letra, la completa. Así lo impone el principio de coherencia normativa, que exige leer cada disposición en armonía con el resto del orden jurídico, evitando contradicciones o vacíos de aplicación.

En ese sentido, el intérprete, por ende, debe atender tanto al tenor literal como al espíritu de la ley, sin privilegiar uno al costo de anular el otro. La letra fija el marco; la finalidad otorga dirección. Si la norma admite varios sentidos razonables, se prefiere aquel que mejor realiza el bien jurídico protegido o el fin de la institución. Tal criterio no implica licencia para crear reglas nuevas, sino ejercicio de fidelidad racional a la voluntad normativa. Por el contrario, cuando el texto es claro, preciso y compatible con el sistema, no resulta legítimo invocar la finalidad para alterarlo. La interpretación finalista no puede operar contra legem, pues el propósito de la ley se realiza dentro de sus límites lingüísticos.

En suma, la finalidad puede y debe orientar la inteligencia de la norma, pero no imponerse sobre su letra. Ambas dimensiones coexisten en una relación de equilibrio que asegura, a un tiempo, la justicia del caso y la estabilidad del orden jurídico. Interpretar con finalidad es dar vida al texto; imponer la finalidad sobre la letra, en cambio, es sustituir al legislador por el intérprete. Por ello, el deber de los jueces consiste en hallar, dentro de los márgenes del lenguaje normativo, el sentido que mejor realice la finalidad legítima sin quebrantar la forma legal.

En efecto, la primera fuente de exégesis de la ley es su letra, conforme reiterada doctrina de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, según la cual, cuando la prescripción legal es clara, no corresponde apartarse de su texto ni crear excepciones no contempladas por el legislador. Tal principio, expresado de manera uniforme en precedentes como “Sandoval, Antonio Eduardo y otros” (Fallos: 346:1501), “Yacylec S.A.” (Fallos: 346:683), “Pioneer Argentina SRL” (Fallos: 347:83), “Astillero Naval Federico Contessi SACIFAN” (Fallos: 347:1223) y “Loyola, Sergio Alejandro” (Fallos: 348:113), impone al intérprete el deber de aplicar directamente la norma cuando su sentido es nítido, prescindiendo de consideraciones extratextuales o finalidades no expresamente previstas.

Tal orientación responde al principio republicano, por el cual el juez no puede erigirse en legislador ni atribuirse la facultad de corregir la voluntad normativa bajo pretexto de justicia del caso concreto. De hacerlo, sustituiría el mandato legal por su propia valoración subjetiva, incurriendo en arbitrariedad.

En consecuencia, la interpretación finalista es subsidiaria y no supletoria de la literalidad. Opera para completar, no para sustituir. La regla es clara: cuando la ley dice lo que dice de modo inequívoco, el intérprete debe aplicarla tal como está redactada. Solo cuando la oscuridad, la omisión o el absurdo se manifiestan, cabe acudir a la finalidad para reconstruir el sentido que mejor preserve la coherencia del orden jurídico. La verdad es que apartarse de esta pauta, invocando fines extratextuales, equivaldría a prescindir del texto sin declararlo inconstitucional y/o ilegal, vulnerando el principio de juridicidad y comprometiendo la seguridad jurídica. Por ello, corresponde reafirmar que la primera fuente de interpretación es la letra de la ley, y que la finalidad—aunque relevante como criterio auxiliar— no puede imponerse sobre ella sin quebrantar la función institucional del juez y el equilibrio de los poderes del Estado.

En tales condiciones, cabe señalar que la supuesta “duda semántica” respecto de la obligación de rotación anual es, en rigor, una construcción destinada a justificar la inobservancia de un mandato reglamentario categórico. El texto del artículo 5 del Reglamento del Tribunal Fiscal no deja resquicio para la interpretación: “El reemplazo previsto en el artículo anterior no podrá exceder de un año”. La expresión “no podrá exceder” no admite elasticidad, ni cuantitativa ni temporal. Significa lo que dice: cumplido el año, el reemplazo debe cesar.

El reformado artículo 6, lejos de abrir una puerta interpretativa, refuerza esa exigencia. Regula los casos especiales de imposibilidad, y precisamente por hacerlo, delimita el ámbito de las excepciones. El presupuesto de la norma es la imposibilidad real y objetiva de cumplir el régimen de reemplazo —vacancia, impedimento o ausencia insalvable—. En otras palabras, la reforma no introduce una duda, sino que elimina cualquier pretexto para desconocer el límite temporal.

Por tanto, ironizando con precisión jurídica, la única duda semántica posible sería determinar si el año de rotación debe medirse según el calendario gregoriano, el lunar o el hebreo. Porque en todo lo demás, el sentido es inequívoco: la rotación es anual, forzosa y sucesiva. Todo intento de reinterpretarla en clave discrecional equivale a reescribir la norma bajo pretexto de aplicarla.

En definitiva, quien pretende encontrar ambigüedad donde hay mandato incurre en una falacia hermenéutica: transforma la claridad de la ley en materia opinable para perpetuar una situación. Frente a ello, la única lectura compatible con el principio de juridicidad es aquella que entiende la rotación como un deber estricto, cuyo incumplimiento no se excusa por razones de conveniencia funcional, sino que exige restituir la regularidad reglamentaria y la igualdad en el ejercicio de las funciones. Para mí no ofrece duda que el primer imperativo del operador jurídico consiste en acatar la letra de la norma. La interpretación puede matizar o armonizar, pero jamás suprimir el mandato que el texto impone. Este Tribunal Fiscal de la Nación, en forma constante y uniforme a través de todas las Salas de su competencia impositiva, ha sostenido que la primera regla de interpretación de la ley es la literalidad de su texto.

Sobre la interpretación de la jurisprudencia

Tal principio, recogido de la doctrina reiterada de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, constituye una garantía esencial de certeza y seguridad jurídica en la aplicación del derecho, en tanto preserva la voluntad del legislador frente a eventuales desplazamientos hermenéuticos de origen judicial. Entre muchos otros casos, así lo ha expresado la Sala A en “Mar del Mar Export S.A.” (Expte. IF-2023-102247200-APN-VOCII#TFN, 30/08/2023), al recordar que “la primera fuente de exégesis de la ley es su letra y cuando ésta no exige esfuerzos de interpretación debe ser aplicada directamente, con prescindencia de consideraciones que excedan las circunstancias del caso expresamente contempladas por la norma” (Fallos: 311:1042). En igual sentido, la misma Sala —en “Move Concerts Argentina S.A.” (IF-2022-52056354-APN-VOCII#TFN, 23/05/2022)— reafirmó que “la primera regla de interpretación de las leyes es dar pleno efecto a la intención del legislador y la primera fuente para determinar tal voluntad es la letra de la ley” (Fallos: 299:167; 306:796; 300:700; 295:376). Idéntica orientación ha mantenido la Sala B reiterando que la letra de la norma constituye la fuente primaria y directa de su inteligencia. Así se sostuvo en “Finma S.A.I.F.” (INLEG-2022-96130407-APN-VOCIV#TFN, 11/09/2022), recordando que la exégesis legal debe comenzar en su texto y aplicarse sin añadir elementos ajenos al caso contemplado, conforme la doctrina de Fallos 312:2079. La misma línea puede observarse en “Padrevita, Juan Pablo” (INLEG-2022-53283446-APN-VOCIV#TFN, 26/05/2022), “Telecom Argentina S.A.” (INLEG-2023-74654773-APN-VOCIV#TFN, 28/06/2023), “Lutz, Juan Jacobo” (INLEG-2023-89209581-APN-VOCIV#TFN, 01/08/2023) y “Fideicomiso Los Alisos” (INLEG-2025-67327363-APN-VOCIV#TFN, 22/06/2025), donde se enfatizó que “la literalidad de la norma es clara, y resulta de aplicación lo dicho reiteradamente por la Corte en cuanto a que la primera regla de interpretación de un texto legal es asignar pleno efecto a la voluntad del legislador, cuya fuente inicial es la letra de la ley” (Fallos: 297:142; 299:93; 301:460; 320:1600). También la Sala C, en la ha reproducido esta doctrina en “Raposo, José Antonio” (IF-2023-121900545-APN-VOCVIII#TFN, 11/10/2023) y “Alfred C. Toepfer International Argentina S.R.L.” (INLEG-2024-20527475-APN-VOCIV#TFN, 26/02/2024), reafirmando que la primera regla de interpretación es dar pleno efecto a la intención del legislador y que la primera fuente para determinar esa voluntad es la letra misma de la ley (Fallos: 299:167; 306:796; 300:700).En consecuencia, este cuerpo no puede dejar de advertir que la convergencia de todos estos precedentes, provenientes de distintas salas y vocalías, demuestra una pauta jurisprudencial unívoca, conforme a la cual el punto de partida —y, cuando el texto es claro, también el punto final— de la interpretación normativa debe ser su letra. Ello responde no solo a una exigencia metodológica, sino también a una concepción constitucional del Estado de Derecho, en la que la administración y los jueces actúan dentro del marco de legalidad, y la función hermenéutica no puede devenir un ejercicio de creación normativa. En ese sentido resulta inequívoco que la uniformidad de criterio entre las Salas Impositivas de este Tribunal demuestra una orientación constante y respetuosa de la legalidad, en virtud de la cual la interpretación literal no es una opción dogmática sino una exigencia del principio de legalidad. Es por ello que la claridad del texto debe conducir a su aplicación directa, sin añadidos ni elipsis, pues cuando el legislador ha hablado con precisión, el juez debe escuchar con humildad.

Sobre la vigencia de las Acordada 2420/13

Sentado lo que antecede, en relación a cómo debe interpretarse el reglamento, debe hacerse notar que tampoco guarda asidero considerar baladí el tratamiento de la cuestión so pretexto que la postura propiciada recoge el criterio adoptado oportunamente en la Acordada 2420/2013 de este tribunal ante una situación similar.

En efecto, el principio de paralelismo de las formas impone una consecuencia ineludible: ninguna modificación, excepción o prórroga puede válidamente establecerse sino mediante acto emanado del mismo órgano que dictó el Reglamento, es decir, el Plenario del Tribunal Fiscal, observando las mismas formalidades y el mismo grado de publicidad que le otorgaron legitimidad originaria.

En tal sentido, toda alteración dispuesta por vías informales, por interpretación extensiva o por mera tolerancia práctica carece de eficacia jurídica, pues no puede un acto de jerarquía inferior alterar la voluntad normativa del órgano superior sin incurrir en desviación de poder. Desde esta perspectiva, el principio de paralelismo no es una simple regla de técnica administrativa, sino una garantía de coherencia institucional que preserva la unidad del cuerpo, impide la desnaturalización del Reglamento y asegura la igualdad de trato entre todos los miembros del Tribunal, evitando que la norma se torne patrimonio de quienes circunstancialmente la aplican. Por añadidura, este principio reafirma que la legitimidad no se hereda por uso ni se consolida por costumbre: se renueva cada vez que el órgano actúa conforme a sus propias reglas, sin atajos ni excepciones. Solo de ese modo el Tribunal puede ser fiel a su palabra normativa y preservar la confianza que la ley depositó en su estructura colegiada.

Probablemente la situación actual es parangonable a aquella que motivara la Acordada 2420/2013. En ese momento histórico, ante un escenario similar, el Tribunal consideró imprescindible adoptar una decisión plenaria formal, con la debida publicación en el Boletín Oficial de la Nación, asegurando así la validez normativa, la transparencia institucional y la participación del cuerpo colegiado en su conjunto. En consecuencia, si se reconoce que la situación es análoga, también debe reconocerse que el procedimiento para su resolución debe ser el mismo, esto es, mediante intervención del pleno y publicación en el Boletín Oficial, único modo de conferirle fuerza jurídica, transparencia institucional y coherencia con los principios republicanos que rigen el funcionamiento del Tribunal.

Ahora bien, la Acordada 2420/13 no sólo careció de naturaleza normativa general, sino que tampoco pudo producir efectos regulares hacia el futuro, de manera que no procede invocarla como fuente para casos sobrevenidos.

A mayor abundamiento, desde la sanción del Reglamento del Tribunal Fiscal del 26 de junio de 2023, su eficacia jurídica quedó plenamente desplazada, ya que el artículo 67 establece la derogación de acordadas anteriores en lo que se contrapongan, con lo cual se asegura la prevalencia de la nueva arquitectura reglamentaria y se impide la inercia de prácticas inconciliables con su letra y su propósito.

En ese sentido, se impone un mínimo de coherencia en la fundamentación. No resulta admisible, bajo ningún prisma de razonabilidad jurídica, sostener la existencia de una competencia jurisdiccional y, al mismo tiempo, invocar una acordada pretérita para resolver una situación presente.

En efecto, quien afirma actuar con potestad jurisdiccional no puede, sin incurrir en abierta contradicción, ampararse en un acto de naturaleza administrativa para suplir la falta de decisión normativa actual. Pocos casos existen donde una decisión jurisdiccional disponga sine die para el futuro. En rigor, se pretende conferir simultáneamente efectos normativos permanentes y efectos jurisdiccionales de cosa juzgada a una Acordada, cuyo contenido se limitó a resolver una cuestión puntual de superintendencia administrativa —de aquellas que, precisamente, nos toca tratar en esta instancia plenaria—.

Tal pretensión desafía la lógica más elemental del Derecho Público. Para mí es evidente que una Acordada administrativa no crea derecho ni proyecta efectos perpetuos, del mismo modo que una sentencia jurisdiccional no se perpetúa más allá del caso que decide. Confundir ambos planos —el normativo y el jurisdiccional— no solo distorsiona la estructura del orden jurídico, sino que debilita el principio de legalidad que constituye el cimiento de toda función pública.

En ese panorama, parecen confundir el stare decisis con la mera reiteración burocrática. Pretenden atribuir autoridad de cosa juzgada y efectos normativos a una Acordada que, a todas luces, no posee naturaleza jurisdiccional ni contiene una ratio decidendi aplicable a casos futuros. El principio de stare decisis —que en el derecho anglosajón significa “mantenerse en lo decidido”— exige la existencia de una decisión judicial fundada en razones de derecho, no de oportunidad administrativa. Nada hay más contrario a ese principio que pretender derivar precedentes de una decisión carente de motivación jurídica, dictada en ejercicio de la superintendencia y no de la jurisdicción.

Conclusión

En definitiva, resulta asimismo absolutamente incorrecto sostener —como lo hace el voto de la mayoría— que no resulta pertinente proceder a la rotación dispuesta por el artículo 5° del Reglamento. Tal afirmación denota una confusión conceptual que conduce a una errónea justificación de la inobservancia normativa. En efecto, lo pertinente pertenece al campo de lo debido, permitido o prohibido, es decir, a la esfera de la juridicidad; mientras que lo conveniente o inconveniente se ubica en el plano de la oportunidad o de la política institucional.

Por consiguiente, no puede calificarse como “no pertinente” aquello que la norma expresamente ordena, pues lo debido no deja de serlo por el solo hecho de resultar incómodo o poco práctico en una coyuntura determinada. La pertinencia está definida por la obligación reglamentaria, y no por la conveniencia de quienes deben cumplirla.

Como se ha señalado, el instituto de la rotación anual previsto en el artículo 5° no constituye una simple directriz organizativa, sino un mandato imperativo de cumplimiento objetivo, destinado a preservar la alternancia institucional y evitar la permanencia indefinida de los subrogantes. La norma impone un deber jurídico, no una opción discrecional.

En consecuencia, aun cuando pueda admitirse que la rotación resultaba coyunturalmente inconveniente o de difícil implementación práctica, ello no la convierte en “no pertinente”, sino en un deber cuya ejecución podía ser temporalmente suspendida mediante una decisión formal del Plenario, fundada en razones excepcionales y adoptada conforme al principio de paralelismo de las formas.

En definitiva, la diferencia entre lo debido y lo conveniente no es una cuestión semántica sino institucional: lo primero obliga, lo segundo orienta. La mayoría ha confundido ambos planos, sustituyendo el deber jurídico por la apreciación política, y en tal error ha fundado una conclusión contraria al reglamento y al orden jurídico interno del cuerpo”.

Acto seguido, el Dr. Miguel N. LICHT se dirigió al Sr. Vocal Héctor Hugo JUAREZ a los fines de que indicara el sentido de su voto, a lo cual el mencionado Vocal respodió que adhería a lo sostenido por los Sres. Vocales GARBARINO y SARQUIS.

Nuevamente en uso de la palabra, el Sr. Presidente se dirigió a los Sres. Vocales de las Salas Impositivas - Dres. Armando MAGALLON, Laura Amalia GUZMAN, José Luis PEREZ, Pablo Alejandro PORPORATTO, Viviana MARMILLON, Claudio Esteban LUIS, Edith Viviana GOMEZ, Agustina O’DONNELL, Daniel Alejandro MARTÍN-, a fin de solicitarles que precisaran cúal sería la parte dispositiva de su voto, teniendo en cuenta la forma en que el mismo había sido redactado. Como respuesta, se indicó que la parte resolutiva se encontraba en el último párrafo del voto, el cual fue leído en voz alta por algunos de los presentes y cuya transcripción textual se inserta a continuación: “Por ello, consideramos que deben continuar las subrogancias de los vocales contadores como hasta el momento, sin que resulte pertinente rotación alguna”.

En función de la votación que antecede, por mayoría, los señores Vocales

ACORDARON:

ARTÍCULO 1º.- Continuar las subrogancias de los vocales contadores como hasta el momento, sin que resulte pertinente rotación alguna.

ARTÍCULO 2º.- Regístrese, publíquese en el Boletín Oficial y archívese.

Siendo las 10:30 hs se da por concluido el acto.

Laura Amalia Guzman - Armando Magallon - Jose Luis Perez - Pablo Alejandro Porporatto - Viviana Marmillon - Claudio Esteban Luis - Edith Viviana Gomez - Agustina O’Donnell - Daniel Alejandro Martín - Hector Hugo Juarez - Pablo Adrian Garbarino - Claudia Beatriz Sarquis - Miguel Nathan Licht

[1] Por Decisión Administrativa 1325/2022 se aprobó la estructura organizativa de primer nivel operativo del TRIBUNAL FISCAL DE LA NACIÓN, de conformidad con el Organigrama y las Responsabilidades Primarias y Acciones, que como ANEXOS I (IF-2022-113332566-APN-TFN#MEC) y II (DI-2022-113332017-APN-TFN#MEC) formaban parte integrante de la decisión administrativa. Allí se dispone expresamente que es responsabilidad primaria de la Dirección de Asuntos Jurídicos: Entender en los aspectos jurídicos de las materias de competencia del TRIBUNAL FISCAL DE LA NACIÓN, como así también en el control previo de legitimidad y de legalidad de los actos y de los proyectos de actos administrativos sometidos a su consideración. Asimismo, se dispone entre sus acciones: 1. Ejercer el control previo de legalidad y legitimidad de los proyectos de actos administrativos a ser dictados por las autoridades del Organismo. 2. Dirigir la elaboración, aplicación, modificación y reglamentación de normas jurídicas para el desarrollo de las actividades del Organismo. 3. Emitir los dictámenes jurídicos previos al dictado de los actos administrativos a ser suscriptos por funcionarios/as del Organismo.

En ese contexto, resulta cuanto menos llamativo que se cuestione la intervención de la Dirección de Asuntos Jurídicos para dictaminar sobre la procedencia de la convocatoria. En ese sentido, convendría recordar que la prudencia no se mide por la severidad con que se objeta, sino por la coherencia con que se actúa.

En verdad, antes de impugnar la forma del dictamen, hubiera sido útil repasar con detenimiento la decisión administrativa que aprobó la estructura orgánica del Tribunal, donde se delimitaron con claridad las competencias y funciones de sus órganos desconcentrados. De esa lectura, se desprende que la intervención de la Dirección de Asuntos Jurídicos no constituye un exceso ni una intromisión, sino el cumplimiento elemental del deber de asistencia técnica previsto por la norma.

En definitiva, la legalidad no se defiende con adjetivos ni con sospechas, sino con procedimientos. Por consiguiente, desconocer la competencia de quien tiene la responsabilidad de dictaminar equivale a desoír la propia arquitectura institucional que el Tribunal ha aprobado. Paradójicamente, quienes ahora invocan el reglamento como escudo parecen olvidar que el respeto a la forma empieza por conocerla.

Corresponde hacer notar que los insólitos cuestionamientos dirigidos a esta presidencia por haber solicitado la intervención de la Dirección de Asuntos Jurídicos a fin de que dictamine sobre la competencia del órgano para dictar una resolución son, en verdad, más reveladores de una lamentable confusión conceptual que de una genuina discrepancia jurídica. En efecto, exhiben una errónea comprensión del principio de juridicidad, cuya vigencia no admite excepciones ni intermitencias según la naturaleza del asunto o la jerarquía del funcionario que intervenga.

Conviene recordar que el principio de juridicidad, expresamente reconocido en el artículo 19 de la Constitución Nacional y desarrollado en los artículos 1°, 7° y 8° de la Ley 19.549, exige que toda actuación estatal se funde en el derecho. No hay zonas exentas de control ni ámbitos liberados de legalidad. La competencia, en ese sentido, no es una prerrogativa de quien actúa sino una habilitación que le otorga el orden jurídico. De ahí que la intervención del servicio jurídico no constituya una cortesía ni un trámite accesorio, sino una condición de validez del acto.

Sin embargo, persiste cierta tendencia a trivializar la consulta jurídica, como si su omisión fuese una cuestión de oportunidad, de estilo o de conveniencia. Esa visión desconoce que el dictamen previo cumple una función estructural en la garantía del debido proceso administrativo, pues permite anticipar y corregir vicios de competencia, de forma y de motivación antes de que el acto nazca a la vida jurídica.

Más aún, algunos operadores parecen haber naturalizado la idea de que la jurisdicción administrativa se encuentra emancipada del bloque de legalidad por la sola circunstancia de “administrar justicia”. Tal postura incurre en una contradicción insalvable: administrar justicia en sede administrativa exige aplicar el derecho con un rigor reforzado, precisamente para demostrar que la función decisoria no se ejerce al margen del orden jurídico, sino en su cumplimiento más estricto.

Desde esta perspectiva, la solicitud de intervención de la Dirección de Asuntos Jurídicos constituye un acto de transparencia institucional, orientado a asegurar que la decisión sea adoptada dentro de los límites de la competencia y conforme a los procedimientos reglamentarios. La prudencia, en este contexto, no equivale a indecisión; es la expresión misma de la racionalidad jurídica.

La confusión entre lo conveniente y lo razonable, entre lo oportuno y lo debido, se revela, así como el síntoma de un deterioro conceptual del principio de juridicidad. Lo conveniente responde al cálculo coyuntural o al interés de gestión; lo razonable, en cambio, se asienta en el derecho y en la proporcionalidad. Lo oportuno puede ser relativo; lo debido es invariable, porque dimana del deber legal.

Es sorprendente que operadores jurídicos avezados desconozcan lo dicho por la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en fallo reciente de 21 de noviembre de 2024, dictado en los autos “Asociación Civil Universidad del Salvador c/ Inspección General de Justicia 359207/7902016 s/ recurso directo a cámara” (Expte. CIV 4753/2019/1/RH1), en donde reafirmó que la exigencia del dictamen jurídico previo integra el debido proceso adjetivo en sede administrativa.

En ese precedente —de indiscutible actualidad— el Máximo Tribunal destacó que la omisión del dictamen del servicio jurídico permanente constituye un vicio esencial no saneable, pues compromete la juridicidad del acto y su validez formal. Subrayó que el control judicial posterior no convalida la falta de esa instancia de legalidad previa, ya que el dictamen tiene carácter preceptivo y cumple una función preventiva de errores que no puede suplirse ex post.

La Corte sostuvo, en palabras textuales, que “el cumplimiento de los requisitos del artículo 7° de la Ley 19.549 no es un formalismo vacío, sino una exigencia que se corresponde con la garantía constitucional del debido proceso en el ámbito administrativo”. Por tanto, dispuso revocar la decisión que había convalidado la omisión del dictamen, remarcando que la consulta jurídica constituye una actuación preparatoria esencial de la voluntad administrativa. (Ver Corte Suprema de Justicia de la Nación, “Asociación Civil Universidad del Salvador c/ IGJ”, Expte. CIV 4753/2019/1/RH1, 21/11/2024, en Boletín Jurídico N.º 20/2024, Secretaría de Jurisprudencia, argentina.gob.ar

[2] En la Roma antigua, los consiliarii advertían a los prefectos que el poder sin consejo era locura con sello. Siglos después, en los Consejos Reales del absolutismo, los juristas ya sabían que el monarca podía errar, pero el dictamen quedaba como testamento de la razón. Hoy, en pleno siglo XXI, parecería que volvemos a los caprichos, aunque con membrete electrónico. La tecnología acelera los actos, pero no los legitima. El dictamen sigue siendo, como en Roma, la brújula del poder.

[3] Bibliografía.

Hutchinson, T. (2010). De la irrevisibilidad a la revisibilidad jurisdiccional de la función administrativa del Poder Judicial. Suplemento Administrativo, La Ley, agosto 2010, p. 63. TR LALEY AR/DOC/5284/2010.

Cassagne, J. C. (2009). El principio de legalidad y el control judicial de la discrecionalidad administrativa. Buenos Aires: Marcial Pons.

Rey Vázquez, L. E. (2025). El ámbito de aplicación de la LNPA reformada por la Ley de Bases. A propósito de la Acordada N.º 34-2024 de la CS. RDA 2025-157, 19. TR LALEY AR/DOC/3275/2024.

Corte Suprema de Justicia de la Nación. (1988). Fabris, Marcelo H. c. Nación Argentina – Poder Judicial de la Nación (22/8/1988). El Derecho, 133-854.

Corte Suprema de Justicia de la Nación. (1988). Moras Mon, Jorge R. c. Estado Nacional – Poder Judicial de la Nación (7/12/1988). El Derecho, 134-983.

Corte Suprema de Justicia de la Nación. (1993). Martiré, Eduardo F. A. c. Poder Judicial de la Nación. Fallos, 316.

Corte Suprema de Justicia de la Nación. (1993). Argüello Varela, Jorge Marcelo c. Estado Nacional (Corte Suprema de Justicia de la Nación). El Derecho, 153-720.

Corte Suprema de Justicia de la Nación. (2024, 4 de noviembre). Acordada 34/2024. Boletín Oficial de la República Argentina. Recuperado de https://www.argentina.gob.ar/normativa/nacional/acordada-34-2024- 406099/texto

Monti, L. (2024). Aplicación de la ley 19.549 al Poder Judicial de la Nación. La acordada 34/2024 de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. El Derecho, Opinión.

Corte Suprema de Justicia de la Nación. (1992). Rodríguez Varela (Fallos: 315:2990).

Corte Suprema de Justicia de la Nación. (2008). Charpin, Osvaldo José René c/ EN – Poder Judicial de la Nación (Fallos: 331:536).

Balbín, C. F. (2011). Tratado de Derecho Administrativo (2ª ed., T. I). Buenos Aires: La Ley.

Hutchinson, T. (2010). De la irrevisibilidad a la revisibilidad jurisdiccional de la función administrativa del Poder Judicial. La Ley, Sup. Adm. 2010 (agosto), 63.

Rey Vázquez, L. E. (2022). El Poder Judicial y la función administrativa o de superintendencia. Centro de Información Jurídica del Ministerio Público de la Provincia de Buenos Aires (CIJur), ISSN 3008-718X.

Revidatti, G. A. (1984). Derecho Administrativo (T. I). Buenos Aires: Fundación de Derecho Administrativo.

Barra, R. (2006). Administración y actividad consultiva. En G. Tawil (Dir.), Cuestiones de procedimiento administrativo (pp. 533-548). Buenos Aires: RAP.

Bielsa, R. (1955). Ciencia de la administración (2ª ed.). Buenos Aires: Depalma.

Bidart Campos, G. J. (1986). Tratado elemental de derecho constitucional argentino (T. I). Buenos Aires: Ediar.

Cassagne, E. (2013). La función consultiva jurídica en la administración argentina. La Ley.

Cassagne, J. C. (2009). El principio de legalidad y el control judicial de la discrecionalidad administrativa. Buenos Aires: Marcial Pons.

Fiorini, B. (1976). Derecho administrativo (2ª ed.). Buenos Aires: Abeledo-Perrot.

Marienhoff, M. S. (2003). Tratado de derecho administrativo (T. II). Buenos Aires: Lexis Nexis.

Fernández, T. R. (1994). De la arbitrariedad de la administración. Madrid: Civitas.

Escola, H. J. (1989). El interés público. Buenos Aires: Desalma.

Villegas Basavilbaso, B. (1950). Derecho administrativo (T. II). Buenos Aires: Tipográfica Editora Argentina.

Rey Vázquez, L. E. (2022). El Poder Judicial y la función administrativa o de superintendencia. CIJur, Corrientes.

Rey Vázquez, L. E. (2025). El ámbito de aplicación de la LNPA reformada por la Ley de Bases. A propósito de la Acordada N° 34-2024 de la CS. Revista de Derecho Administrativo, RDA 2025-157, 19. TR LALEY AR/DOC/3275/2024.

Monti, L. (2024). Aplicación de la ley 19.549 al Poder Judicial de la Nación. La acordada 34/2024 de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. El Derecho.

[4] Quien suscribe subrogó en el año 2022 la Vocalía N° 18 y en el año 2024 la Vocalía N° 14.

[5] El término inoficioso, tanto en su acepción técnica como en su contenido moral, alude a aquello que resulta contrario al oficio o al deber que éste impone. Justamente lo que se espera de los operadores jurídicos es el cumplimiento del deber y no una conducta “inoficiosa”. De seguro, mis colegas no quisieron afirmar que su intención es incumplir el deber reglamentario, bajo el pretexto de razones prácticas o de conveniencia circunstancial. La inoficiosidad, en rigor, reside en la omisión de cumplir el mandato, no en su observancia. En tal sentido, la afirmación de que la rotación sería inoficiosa constituye una contradicción en los términos, ya que transforma el cumplimiento del deber en su negación y eleva la conveniencia a categoría de eximente jurídica. En este marco, la permanencia indefinida de un mismo vocal en funciones de subrogante es lo verdaderamente inoficioso, pues distorsiona la lógica de alternancia y debilita la legitimidad institucional del Tribunal.

[6] Tal vez aquí tengamos un buen ejemplo de porque resultaba impropio caracterizar a la decisión que nos incumbe como “estrictamente” jurisdiccional. No podría explicarse de ninguna manera la apelación a parámetros de oportunidad, mérito y conveniencia para fundar una decisión jurisdiccional. Ninguna duda cabe que las decisiones jurisdiccionales no pueden sostener sobre criterios de oportunidad. Antes bien, deben resultar una derivación razonada del derecho y de los hechos. Hablar de inoficioso

[7] A lo anterior se sumaba la legítima expectativa —compartida por buena parte del cuerpo— de que se convocaría en breve a concurso para cubrir las vacantes existentes. En aquel momento, esa esperanza operaba como un atenuante razonable, pues se confiaba en que el procedimiento de selección restablecería en poco tiempo la normalidad institucional. Sin embargo, el paso de los meses disipó aquella expectativa, y lo que en un principio se percibía como una situación transitoria se transformó en un estado prolongado de excepcionalidad que el reglamento no autoriza ni la prudencia puede justificar. En otras palabras, la buena fe que inicialmente podía amparar la demora terminó cediendo ante la evidencia de la inacción, y con ello la irregularidad perdió su carácter tolerable para adquirir un signo de persistencia institucional.

e. 05/11/2025 N° 83780/25 v. 05/11/2025